El republicano sostiene que en un sistema democrático no debe accederse a ninguna magistratura por privilegio hereditario; menos aún a la primera. Y, ciertamente, el magnetismo de este argumento de principio es casi irresistible. ¿Cómo un sistema que proclama la igualdad regala un papel institucional tan relevante a una persona por ser hija de quien es?

Por eso, al debatir sobre la forma de la jefatura del Estado, el monárquico suele comparecer con especial modestia, apoyado sobre todo en consideraciones de conveniencia.

Sin duda, existen argumentos prácticos razonables para preferir a un jefe de Estado hereditario frente a uno elegido. Posiblemente, la monarquía es “más estable, más versátil y más prestigiosa, sobre todo en su vertiente externa”, como dice Juan Claudio de Ramón.

Como también es sensato afirmar, si se piensa en transformar monarquías en repúblicas, que ese cambio es costoso, por lo que las ventajas republicanas tendrían que ser muy evidentes (y normalmente no lo parecen, aunque puedan existir).

Sin embargo, puestos a encarar el debate, no creo que deba concederse tanto terreno. Porque si uno examina en abstracto la función que cumple la jefatura del Estado, es razonable concluir que la forma monárquica se le adapta mejor que cualquier otra.

La función más característica de la jefatura de Estado es muy sutil: representa a la sociedad, la encarna

Este no es quizás un argumento de principio (aunque algún principio debe aconsejar que las instituciones sirvan a su propósito), pero tampoco es un argumento puramente práctico.

La jefatura del Estado es una magistratura muy singular. En el común denominador de sus distintas variantes no encontramos una institución llamada a dictar o impulsar normas. Tampoco las aplica, ni resuelve los conflictos que motivan sus imperfecciones. Su función más característica es muy sutil: representa a la sociedad, la encarna.

Y esto, a mi modo de ver, significa fundamentalmente una cosa. El jefe del Estado es símbolo del conjunto y, como tal, debe estar por encima de la mayoría social que impera en cada momento, debe trascender esa mayoría.

Esto exige, como herramienta básica, una cierta permanencia. Esa distancia frente a la coyuntura es lo que permite que la institución evoque lo que pretende: la idea de comunidad, una sociedad que evoluciona manteniendo la continuidad de nuestra experiencia con la de quienes nos han precedido.

En otras palabras, si tiene sentido ubicar en la cúspide de la organización social un símbolo distinto de quienes gobiernan, legislan o juzgan es para recordarnos que formamos parte de algo más importante que nosotros mismos; que no estamos solos (ni cuando gobiernan nuestras amistades políticas, ni cuando somos minoría) y que no hemos sido los primeros en llegar aquí, ni seremos los últimos.

El problema de la elección por voto mayoritario es que dificulta la representación del conjunto

Lo siguiente es preguntarnos quién está mejor situado para representar al conjunto en su continuidad. Los republicanos defienden que la persona sea elegida, lo cual puede hacerse mediante el voto (de ciudadanos o de sus representantes; con mayores o menores umbrales de éxito) o por sorteo.

A mi juicio, sin embargo, ambas opciones presentan limitaciones funcionales que hacen preferible la solución monárquica.

El problema de la elección por voto mayoritario es que dificulta la representación del conjunto. Incluso si se exige una mayoría amplia (y no olvidemos que ello podría complicar mucho que efectivamente se eligiera a alguien), la amenaza de orfandad de la minoría persiste. Ese riesgo forma parte de cualquier competición partidista y agónica, en la que sólo una persona puede ganar.

Frente a un monarca, en cambio, todos estamos a la misma distancia porque no es el candidato de nadie. Ciertamente, aceptamos una batalla partidista para decidir quién debe gobernar, pero aquí la cuestión es otra. Reunir simbólicamente no es organizar políticamente. Recordar lo que somos no es decidir lo que debemos hacer.

El sorteo, incluso si resolviéramos la montaña de problemas organizativos que suscita, seguiría topándose con una barrera difícil de superar: evoca lo contrario de la continuidad.

Por más que sea posible imaginar una secuencia de personas enteramente ajenas entre sí ocupando la jefatura del Estado, cómo hacer que las veamos como las perlas de un collar y no como piedras dispersas, por preciosas que sean.

Frente a ello, la familia ofrece una estructura reconocible y eficaz para representar nuestra presencia discreta en la sociedad, nuestra condición esencial de usufructuarios. Y, además, viene adornada con otra ventaja: su capacidad de transmitir conocimientos y destrezas.

Para muchos, la extracción generalmente aristocrática de reyes y reinas plantea una dificultad de identificación comprensible

Lo anterior no sugiere que la solución monárquica sea impecable. Para muchos, la extracción generalmente aristocrática de reyes y reinas plantea una dificultad de identificación comprensible, como también lo hace la asociación de la monarquía con etapas históricas irreconocibles hoy (aunque, seamos justos: a otras muchas personas, igual de plebeyas y demócratas, no se nos plantean esas dificultades).

La misma distancia emocional puede surgir también entre un monarca y quienes viven en ciertos territorios, tradicionalmente alejados o rivales del centro de poder del Estado.

Salvar el problema de representatividad que plantean estos habituales sesgos de selección monárquica es un reto, qué duda cabe, pero un reto asumible si aceptamos que la adhesión total no es el objetivo. Precisamente porque la función asignada al monarca es simbólica, el comportamiento ofrece enormes posibilidades para crear vínculos de afecto donde no los hay. La experiencia confirma que esa oportunidad existe.

Servir al conjunto, ser su máximo representante, es un gran privilegio. Por ello, es comprensible que en una sociedad democrática nos sorprenda que se transmita por herencia.

Hay tres preguntas básicas: qué debe hacer el jefe del Estado, cómo debe hacerlo y qué ocurre si no cumple su deber

Sin embargo, esa contradicción está bien justificada. Es el coste que pagamos por tener una institución capaz de cumplir eficazmente la función que tiene asignada.

Nada de esto excluye (más bien impone) la necesidad de diseñar virtuosamente las normas de funcionamiento de la jefatura del Estado: la lista de sus cometidos y prerrogativas, así como las reglas, contrapesos y sanciones que mitigan el riesgo de uso desviado.

Por ello, es nuestra responsabilidad cívica responder (y cuando hace falta, actualizar nuestra respuesta) a estas tres preguntas básicas: qué debe hacer el jefe del Estado, cómo debe hacerlo y qué ocurre si no cumple su deber.

Sirve aquí recordar el remate del viejo juramento real aragonés: "Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros Fueros y Libertades; y si no, no".

En ese afán de mejora no hay nada que deba asustarnos. Todo lo valioso que hay en el mundo ha evolucionado y lo seguirá haciendo.

*** Dámaso Riaño es abogado y secretario general de la Corte de Arbitraje de Madrid.

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