La primera visita de los Reyes de España a China en casi veinte años, que ha comenzado este martes y se extenderá hasta el jueves, representa la coronación de la apuesta de Pedro Sánchez por aproximarse política y económicamente a Pekín.

La agenda, repleta de encuentros institucionales, económicos y culturales al más alto nivel, con objeto de reforzar las relaciones bilaterales, se enmarca en la clara estrategia de acercamiento que está siguiendo el Gobierno de Sánchez con respecto a Pekín. Una consolidada asociación estratégica atestiguada también por los viajes del propio presidente, que ha visitado en tres ocasiones el país en los últimos tres años.

A la luz de la consideración de que China es el principal socio comercial de España en Asia (y el cuarto en términos globales), parece a priori razonable el esmero del Ejecutivo por intensificar la presencia de las exportaciones españolas y el acceso de nuestras empresas al mercado chino.

Pero la peculiar coyuntura internacional en la que se incardina esta diplomacia amistosa, caracterizada por tensiones geopolíticas entre China, la Unión Europea y Estados Unidos, impone una llamada a la precaución.

El afán de Sánchez por posicionar a nuestro país como el socio privilegiado de China en el seno de la UE se está planteando de una forma excesivamente unilateral, lo que supone desmarcarse del consenso diplomático europeo.

Es verdad que la propia Unión Europea no ha ratificado una posición clara con respecto a Pekín.

Considera a China, por un lado, un "socio cooperador". Pero a la vez también lo califica de "competidor económico y rival sistémico", a causa de la competencia desleal china en la industria europea, y el riesgo que entraña su tecnología para las telecomunicaciones y la seguridad europea.

A tenor precisamente de esta ambigüedad, lo deseable sería que España consensuara con el resto de su bloque económico la estrategia común europea hacia Pekín, en lugar de emprender por libre un enfoque individual y bilateral que inevitablemente despierta recelos en Bruselas.

No basta con que el Ejecutivo insista en la compatibilidad de su política de acercamiento con la lealtad a las líneas generales marcadas por Bruselas a propósito de cuestiones sensibles como el uso de tecnologías chinas, o la inobservancia por el régimen totalitario de los Derechos Humanos.

Máxime cuando las relaciones de nuestro país con China ya han sido puestas bajo sospecha en la comunidad internacional.

En primer lugar, por los contratos, revelados por EL ESPAÑOL, que el Ministerio del Interior adjudicó a Huawei para gestionar el almacenamiento digital de escuchas judiciales y otras actividades sensibles.

Esta temeraria encomienda de datos confidenciales a una empresa vinculada al Partido Comunista Chino se aleja de la posición de la Comisión Europea, que considera a Huawei un proveedor de alto riesgo, y que había dado instrucciones a los Estados miembros de restringir o excluir a la compañía china de las infraestructuras de telecomunicaciones para mitigar los riesgos de seguridad asociados.

Por ese motivo, mereció la denuncia oficial de Estados Unidos, que alertó de que estos contratos comprometen la seguridad de la Alianza Atlántica.

Pero también es mirada con suspicacia la política exterior hacia China a causa de los opacos manejos de José Luis Rodríguez Zapatero, quien aún conserva una notable ascendencia sobre la brújula política del Gobierno Sánchez.

El think tank con el que el expresidente está abogando por el estrechamiento de las relaciones Madrid-Pekín figura en el radar de inteligencia, por su aparente condición de instrumento para potenciar la influencia del Partido Comunista chino en las altas esferas de poder españolas y europeas. Lo cual ha generado una notable inquietud ante el incierto alcance de la infiltración del espionaje chino en nuestro país.

Es forzoso reconocer, en cualquier caso, el difícil equilibrio al que tiene que hacer frente el Gobierno con relación a China.

Por un lado, España se ve abocada al pragmatismo.

El comercio bilateral con China alcanzó casi 53.000 millones de euros el último año. De ahí que no puede ser objeto de crítica que el Gobierno quiera abrir el mercado asiático a los productos españoles, atraer inversión a nuestro país, equilibrar la deficitaria balanza comercial e intensificar los flujos económicos en sectores que son estratégicos para la competitividad española.

En apoyo de este enfoque pragmático viene también la propia reconfiguración del tablero mundial, en la que China quiere jugar un papel importante atrayendo a otros países a su área de influencia, y que ha provocado un retorno de la doctrina realista en materia de política internacional.

España debe ponerse al día del cambio de rumbo geopolítico que ha forzado la Administración Trump, cuya prioridad exterior ha pivotado definitivamente hacia la región de Asia-Pacífico.

Tampoco nuestro país puede sustraerse a la evidencia del ascenso imparable de China, que va camino de rivalizar de tú a tú con EEUU por la hegemonía mundial.

Pero la solución no es entregarse despreocupadamente a una potencia antidemocrática con pretensiones desestabilizadoras del orden mundial, sacrificando las amenazas a la seguridad europea en el altar de unas ganancias económicas cuya magnitud está aún por calibrar.

A España le conviene, en definitiva, cultivar una relación de entendimiento con Pekín sin dejar que nos arrastre sin cautelas de su lado.