Más de un lustro con altas responsabilidades en un club de Primera División en España me enseñó algunas cosas trascendentes sobre el mundo del fútbol. La más clara, tal vez, que algunos entrenadores tienden a considerarse semidioses hasta el día, ese que siempre acaba llegando, en el que se les despide.

Luis Enrique, tras la derrota española en el Mundial de Qatar contra Marruecos. Dylan Martínez Reuters

La verdad es que tienen razones para ello: los jugadores los adulan, en parte porque tal vez los admiran, en parte porque quieren jugar cada partido. Los presidentes les consienten hasta la insensatez más ridícula con el fin de tenerlos contentos en ese puesto que consideran clave. Los aficionados (mientras las cosas van bien) corean su nombre. Además, a menudo con solo mencionar su apellido tienen mesa asegurada en el restaurante más cool de la ciudad, seguramente invitados y, no menos importante, disfrutan de un salario desorbitado.

Encima, cuando llega ese día, ese último día, saborean unas vacaciones pagadas durante la vigencia del contrato y solo tienen que sentarse a esperar la desesperación de otro equipo o selección que, por supuesto, siempre llega. Y todo vuelve a empezar.

En esos años conocí entrenadores que no sabían mucho de fútbol, pero eran unos genios del márquetin, y su metodología de trabajo se fundamentaba en conseguir la simpatía de los aficionados ganándose a la prensa local. Ahí radicaba su poder, uno que siempre hacía temblar a las directivas, temerosas del binomio mala prensa-crítica social. Conocí también a otros que eran poco más que unos niñatos consentidos ya entrados en años, acostumbrados al halago fácil y recurrente, a menudo inmerecido.

Pero también traté a algunos que hacían su trabajo con la máxima diligencia; les preocupaba más la felicidad de la entidad para la que trabajaban que la suya propia y se involucraban con gusto en cada parcela del club (desde la situación de los fisioterapeutas del segundo equipo al desarrollo del trabajo físico que se hacía en las categorías inferiores, hasta la relación del club con las peñas de seguidores). Sergio Kresic y Gregorio Manzano sin duda pertenecían a este último grupo.

En esos años, también aprendí algunas cosas básicas: el sentido común, incluso en el fútbol, tiene (claro) todo el sentido. Sin embargo, algunos entrenadores, imagino que por deslumbrar con una aparente gran capacidad para la innovación o la creatividad, en ocasiones ignoran esta máxima.

Por ejemplo: si tienes dos laterales derechos, y uno es campeón de todo con el Real Madrid y el otro es capitán del Chelsea, seguramente no es buena idea inventarse a alguien que no lo es para ocupar ese puesto en un partido trascendental. Otro ejemplo: no hagas debutar a alguien en un Mundial, que para eso están los partidos de preparación.

Otro asunto claro es que, al revés de lo que se dice a veces, los penaltis no son una lotería: por un lado, se entrenan; por otro, solo un tipo de jugador, uno con la personalidad adecuada, los puede tirar. Pero perder por penaltis no es mala suerte: es mala gestión. En este contexto, además, está claro que no es buena idea sacar a un jugador en el último suspiro del partido para que lance un penalti. Eso ya lo sufrieron los ingleses en Wembley en la Eurocopa contra Italia.

Más elemental aún que todo esto es que si no disparas a la portería contraria no vas a marcar gol. Y si tiras muy pocas veces, aunque siempre tengas el balón, las probabilidades de obtener la victoria resultan escasas. Tampoco es física cuántica.

España, a pesar de contar con la fortuna de que se clasificara para octavos porque Alemania ganó a Costa Rica, ha quedado apeada en el primer cruce, que disputó contra una selección menor. Es una lástima porque en juego estaba la ilusión de todo un país que veía cómo el cuadro de la competición se le abría, evitando a las grandes formaciones como Argentina, Holanda o Brasil.

Aprendí bastantes cosas durante esos años sobre los entrenadores. Y concluí que en realidad deben de ser, fundamentalmente, alineadores que (ojalá) utilicen el sentido común, y psicólogos que gestionen grupos con mucho ego, como el de los futbolistas.

También, llegué a la conclusión de que el entrenador nunca debe de ser el líder del equipo, sino quien controla y maneja al líder del equipo. Y, sobre todo, supe que nunca, ni en aquella entidad ni en ninguna otra de cualquier tipo, querría tener a un entrenador, o a un máximo responsable, cuya personalidad tuviera que ver con la arrogancia.

El fracaso de España en el Mundial de la vergüenza, ese que continúa celebrándose en un país que infringe normas esenciales en derechos humanos, es el de su entrenador. Adiós, Luis Enrique, adiós.

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