Cuenta Enric González en sus Historias de Londres que, al llegar a la ciudad, su mujer y él decidieron adoptar un perro (por hacer lo correcto) y que la perrera les mandó un inspector para evaluar si su casa se adaptaba a las necesidades del animal. El inspector consideró que una casa perfectamente adecuada para que vivieran en ella dos humanos adultos no era suficiente para un perro y les denegó la adopción.

La ministra Belarra, junto a un perro.

Enric y su mujer se tuvieron que conformar con un gato, y el perro en cuestión, con la perrera municipal.

Sobre gatos yo no opino y la perrera de Londres no la conozco. Pero la imagen que tengo yo de las perreras municipales y la insistente propaganda del “no compres, adopta” me hacen sospechar que el celo protector del Estado para con los más débiles es mucho más eficaz aumentando el poder arbitrario de aquel que la protección de estos últimos.

Es un peligro muy presente en esta nueva ley sobre el asunto animal de Ione Belarra.

Se dice que una de las aportaciones de la nueva ley sería el que los padres (y madres, cabe imaginar) separados que maltratasen un animal perderían la custodia de sus hijos. Es algo enormemente problemático, como todo lo que tenga que ver con la intervención del Estado en las relaciones entre padres e hijos, especialmente si es para impedirlas.

Feminismo, animalismo, Estado del bienestar. Todo trabaja por el debilitamiento de la espontaneidad y la presunción de bondad de las relaciones afectivas.

[Belarra hará una lista con los animales legales de compañía: los no inscritos se incautarán para el zoo]

Es verdad que con ello se apunta a una intuición moral profunda y arraigada incluso en el pensamiento de los más reacios a reconocer derechos o incluso sentimientos a los animales. Porque incluso, entre ellos, el maltrato animal es condenable porque alguien capaz de maltratar a un animal se supone más probablemente capaz de maltratar a un ser humano.

Pero lo que hace esta ley, y lo que hacen nuestros tiempos, es profundizar en la inversión de la jerarquía de las cosas, donde antes lo importante era evitar el sufrimiento de los humanos en general y de los niños en particular.

En la actual transvaloración econihilista de los valores, donde el bienestar del perro es prioritario respecto al del hombre, se deja en muy mala posición a todas aquellas personas que cuando menos pueden cuidar de un perro es justo cuando más lo necesitan. Mayores, enfermos, pobres, deprimidos: gentes a quienes el perro cuida, y no al revés.

La nuestra es una sociedad cada vez más envejecida y solitaria, donde cada vez hay más gente necesitada de animales de compañía. Poner cada vez más dificultades económicas y legales a la vida con nuestros peludos y babosos amigos deja cada vez más aspectos fundamentales para lo que ahora llamamos “bienestar” en manos de la arbitrariedad del Estado, del juez o del inspector de turno de la perrera municipal.

Mientras no lleguen para generalizarse los perros robot, todavía sin derechos (y que dure), la inversión de las jerarquías y la problematización constante de nuestra vida afectiva condena a la soledad a cada vez más personas que necesitan del cuidado de los animales más de lo que necesitan la caridad y las promesas del Estado del “bienestar”.

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