Como debe saber casi todo el mundo excepto los más felices (es decir, los desinformados), el Gobierno ha decretado un apagón general. Así, uno podrá pasearse de noche por una Gran Vía (Madrid) sin sus alegres fulgores o, también, ser atracado en un Paseo de Gracia (Barcelona) entre tinieblas.

Iluminación navideña de la Plaza del Sol de Madrid.

Es una muerte decretada del siglo pasado, que halló su alma derrochadora en los dichosos años 20, Broadway y la ciudad que nunca dormía. Aquel "gran camino blanco" conducía al entretenimiento y la felicidad como motores del nuevo capitalismo.

Era, simbólicamente, un desafío a los oscuros tiempos pasados, la larga noche de la humanidad.

Después, en algunos momentos, esa misma humanidad ha revivido las tinieblas, porque el diablo nunca descansa.

En mi caso, tuve ocasión de vivir tal experiencia, angustiosa, cuando recorría bajo el manto de la noche una ciudad sin iluminación pública, en la que apenas uno podía situarse cuando pasaba algún coche con sus luces encendidas. Era esa una de las consecuencias del comunismo demente de Ceausescu, que decidió pagar religiosamente a los acreedores la deuda exterior del país, aun a costa de apagar las bombillas y la calefacción durante los gélidos inviernos rumanos.

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Aunque el Gobierno exculpe ahora su sombrío decreto en el malvado Vladímir Putin o el apocalipsis climático, la intención profunda del asunto es política. No sólo supone un ataque a la libertad, sino que adivina algo nacido durante la pasada pandemia.

Es decir, la restricción de las energías económicas con el fin chavista de debilitar cualquier viso de prosperidad. El principio ya conocido del "cuanto peor, mejor" que la alcaldesa Inmaculada Colau ha venido ejerciendo en Barcelona con resultados formidables.

El virus le permitió a Colau acometer su siniestro plan antibarcelonés, que comprende la ruina del tejido comercial del Ensanche y la desintegración de la obra del genio Ildefonso Cerdá, una urbe racionalista que las pulsiones infantiloides del podemismo están aniquilando. La Ciudad Condal en plan Bucarest años 90 debe excitarla sobremanera.

Al igual que durante el estalinismo pandémico, la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, se ha erigido en figura resistente. En Twitter ha escrito: "Mañana por la noche, los únicos escaparates de Europa que estarán apagados serán los de España; el decreto va contra el comercio, el turismo y la sensación de seguridad; una imposición sin diálogo que no mide su impacto económico e invade competencias. Lo recurrimos al Tribunal Constitucional".

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La izquierda no ha tardado en mezclar cosas a su antojo, ofreciendo el habitual gazpacho ideológico del clima, Ucrania y la solidaridad.

En realidad, se regocija pudiendo dar rienda suelta a su alma autoritaria, ya sea por la vía de la calefacción, ya por la de su aberrante memoria histórica.

La excepción socialista la ofrece el lumínico alcalde de Vigo, Abel Caballero, que encenderá millones de luces led una hora menos cada día, desde las 18.30 hasta las 00.30 horas: "Vamos a petar la ciudad de millones de visitantes y ahorrando el doble de lo que piden Europa y España", ha dicho.

Si la flamante secretaria de Estado Lilith Verstrynge declaraba que prefería la ruinosa Barcelona a la próspera Madrid, el Gobierno ha cumplido un sueño húmedo: sumir a la capital de España en su oscuridad ideológica.

Cualquier cosa que perjudique a Ayuso, aunque sea al precio de catalanizar los Madriles.

Como en tantas otras decisiones de este gabinete tramposo, lo que está en peligro es la libertad.

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