Todo el que tenga edad suficiente, o que haya leído sobre la historia reciente de nuestro país, recordará cómo Felipe González ganó las elecciones de 1982 basándose, en gran medida, en su campaña de "OTAN, de entrada, no".

El presidente de los EEUU Joe Biden da una rueda de prensa durante la Cumbre de la OTAN. Reuters

Sólo hacía siete años de la muerte del dictador y apenas habían transcurrido dos desde el intento de la llegada de otro por la vía rápida de las armas. Los agujeros del techo del Congreso sirven de vergonzoso recordatorio de que, si las democracias jóvenes no se protegen lo suficiente, el poder militar, a menudo, sufre una tendencia aparentemente natural y recurrente a volverse loco.

Pero González, en su época mágica, condujo al socialismo desde el oscuro Suresnes de diez años antes al poder en la Moncloa. Para conseguir semejante proeza cuando el país aún olía a una derecha rancia el político socialista tuvo la habilidad de hacerse con el apoyo trascendental de la fuerza contraria a la OTAN de entonces.

Qué gran atractivo electoral, el de un rotundo antimilitarismo, para un país joven y alegre. El de Tierno Galván, el del Seat 131, el de Esteso y Pajares, el de Tequila en el Parque de Atracciones. El de un lugar efervescente como respuesta a cuarenta años de supremacía militar.

Sobre todo teniendo en cuenta que vivíamos en plena Guerra Fría, con el telón de acero en su máximo esplendor, con el enfrentamiento entre Moscú y Washington en máximos. De hecho, ahora mismo, sesenta años después, triste y asombrosamente, no estamos tan lejos de aquel contexto beligerante.

Entonces todos apoyaban, intuyendo la frescura política que traería a un país aún anclado en el pasado, a un político sevillano joven y guapo, inteligente y ambicioso. Un político que prometía acabar con las ventajas de las clases que habían resultado victoriosas en la contienda civil, o al menos limitarlas. 

También prometía construir un nuevo marco de conciliación y de entendimiento entre los que levantaban el puño y los que aún anhelaban un saludo del todo siniestro.

Y, por supuesto, los españoles secundaban a quien prometía modernizar a un país que aún arrastraba cadenas.

Poco tiempo después, el prestidigitador González cambió (o le hicieron cambiar) de opinión. Y convocó el referéndum prometido en su programa electoral, pero colocándose en el lado opuesto al previsto: a favor de permanecer en la organización de la que, poco antes, nada quería saber.

Está claro que una cosa es manifestar tu animadversión por las entidades militares y otra muy distinta, irte de ellas.

Estos días también ha habido manifestaciones y declaraciones de los hijos políticos de aquellos que no querían a la OTAN, pero son ya casi residuales. Y eso que algunos de ellos forman parte del Gobierno. Por poco romántico que sea, parece claro, en tiempos de un Vladímir Putin invasor y de un gigante asiático al que se avista como enemigo potencial, que hay que comprometerse con una organización militar y que, puestos a elegir, sólo hay una que tenga sentido defender.

En estos tiempos extraños y convulsos, hasta el socialismo abraza con entusiasmo a la OTAN.

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Como González, Pedro Sánchez también es socialista. Como el sevillano, el presidente también ha tenido que entender, y hacer entender a sus socios de Gobierno, que España no puede hacer otra cosa que reforzar sus lazos con la OTAN, formar parte de todos sus programas y disposiciones estratégicas, y soportar sus costes e infortunios ocasionales.

Se trata de estar con ella o con Putin. Con ella o cerca del ámbito de intenciones del inquietante Xi Jinping.

El presidente ruso, cada vez más amenazante y peligroso para Occidente, ya ha avisado de la "simetría" que pretende ejercer a su lado de este nuevo telón invisible que ya parece haberse erigido, una vez que la OTAN fortifique sus fronteras con la adhesión de Suecia y Finlandia.

La nueva OTAN formada en Madrid con nuevos aliados en el flanco norte y con renovados compromisos y obligaciones de defensa en el sur parece diseñada de forma específica para enfrentarse a un futuro aún incierto, pero poco prometedor. Un futuro en el que la confrontación, mucho más que el diálogo y el entendimiento, parece convertirse en el elemento predominante.

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