En una negociación, quien apela a los principios ya ha perdido. Porque ya no podrá moverse de ellos, mientras el otro ni conoce límite ni tiene por qué respetarlo. Así que cuando Pablo Casado dice que su límite son sus principios, lo único que le puede salvar es que ni Vox ni nadie sabe exactamente a qué principios se refiere.

Juan García-Gallardo junto al presidente de Vox, Santiago Abascal, en un acto de campaña en Castilla y León.

Juan García-Gallardo junto al presidente de Vox, Santiago Abascal, en un acto de campaña en Castilla y León. ICAL

El problema de Casado, ahora mismo y en este contexto (limitémonos a este contexto), es que el único principio que parece tener claro no es exactamente suyo y es el de que Vox no es un partido normal y que en la medida de lo posible hay evitar cualquier tipo de contacto con él.

Es un principio impuesto por sus adversarios y, como tal, más que un principio es un final, porque acabaría, como bien le ha querido dejar claro Pedro Sánchez, con cualquier posibilidad de gobernar en cualquier lugar de España en el que no saque mayoría absoluta. “Le daremos nuestra generosa y patriótica abstención si rompe en todo lugar, como por ejemplo Madrid (un ejemplo como cualquier otro, ya ven ustedes) en el que se entienda con la extrema derecha”, dice Sánchez en eso que antes de la irrupción de la politología en nuestras vidas solía conocerse como “el abrazo del oso” o el “pan para hoy, hambre para mañana”.

Sánchez sabe perfectamente que la suerte y el destino del PP están ligados a Vox. Por mucho que le cueste aceptarlo a Casado, y más ligados todavía cuanto más le cueste aceptarlo a Casado. Al PP le da mucho miedo normalizar a Vox, como si la anomalía de Vox no fuese ya también la suya, porque todo el mundo sabe perfectamente que están condenados a entenderse si quieren lograr algo.

Pero la normalidad es estadística y la estadística, mal le pese a Félix Tezanos, la establecen los votos. Lo demás es retórica, y no exactamente principios. Y la retórica hay que saber adaptarla a la propia conveniencia y capacidades. Y aquí la conveniencia es el poder y las capacidades, limitadas.

Por eso hay que aceptar, en contra del chiste y de la opinión popular, que Vox es serio, pero no grave. Que no es grave porque no va a acabar con la democracia quien ya no sabe ni si quiere acabar con las autonomías, y no va a acabar con la libertad quien no sabe ni qué derechos se supone que querría recortar.

Creo que fue la mismísima Rocío Monasterio quien exigía en la Asamblea madrileña que le explicasen, que le detallasen, cuáles son los derechos que se supone que Vox quiere suprimir. No recuerdo que se especificase ninguno ni recuerdo tampoco que ella lo aclarase después.

Si ni siquiera estando en la oposición prometen recortes, ¿cómo se iban a atrever gobernando, necesariamente en coalición, con la derechita cobarde? Podemos tenía un plan mucho más pensado, ordenado y explícito para acabar con la democracia liberal, y ya ven si les está costando que hasta han hecho suya la reforma laboral del PP.

También para acabar con Vox habrá que normalizar a Vox. Y eso pasa por dejar de tratarlo como el partido excepcional que sueñan ser ellos, sus aliados y nuestros apocalípticos. Pasa por dejar de tratarlo tan en serio como se tratan ellos.

Porque si Vox es un partido serio es en el sentido, tan a menudo risible, de que sus promesas están a la altura de sus denuncias. Que cuando ve por ejemplo corrupción o despilfarro autonómico, pretende llenar las cárceles y vaciar el Estado de las autonomías. Vox es tan risible como cualquiera que pretenda matar moscas a cañonazos y alguien va a tener que empezar en serio a hacerle la parodia. Hasta quienes tanto temen a Vox deberían recordar que la sonrisa es la mejor arma contra el autoritarismo.