Nuestros gobernantes se muestran convencidos de que la vacuna contra la Covid-19 es la mejor arma para evitar que la enfermedad vuelva a poner patas arriba el sistema sanitario, al reducir de manera considerable el número de casos graves y de fallecimientos. Una gran mayoría de los ciudadanos españoles parece compartir esta aseveración, a la vista de la respuesta que entre nosotros han tenido las sucesivas campañas, y que nos convierte en los campeones vacunales de la Unión Europea.

Puede añadirse que muchos de esos ciudadanos, además de la convicción científica (puesto que es la ciencia, a través de sus portavoces más reconocidos, la que la sustenta con datos), abrigan al respecto un convencimiento de índole moral. Si bien la vacuna dista de ser perfecta (como lo demuestra el hecho de que no impida las infecciones) es la mejor protección con que contamos frente a una pandemia que se ha llevado ya a varios millones de personas. Vacunarse, además de mejorar las propias opciones de sobrevivir al virus, es una forma de poner cada uno su parte para reducir, si no la propagación, al menos el impacto de la enfermedad en los hospitales, con el perjuicio que supone al restarles recursos a quienes sufren de otras patologías.

Son sin duda estas convicciones, respaldadas por el sentir de la mayoría de los ciudadanos, las que empujan a cada vez más responsables públicos, dentro y fuera de nuestras fronteras, a proponer medidas para restringir los derechos de quienes no se han vacunado o incluso hacer la vacunación obligatoria. Pese a la frívola propensión a presuponer la perfidia o la estupidez del político que toma una decisión ingrata, aquel que lo hace suele preferir creer que le asiste para ello una razón consistente.

Lo que se encuentran enfrente es un número no desdeñable de personas que se dicen convencidas, entre otras escalofriantes creencias, de que con las vacunas nos implantan un chip, nos inoculan un placebo inútil o una sustancia tóxica que en virtud del derecho fundamental a la propia dignidad y a la integridad física estamos autorizados a rechazar. O aún más: tenemos el deber de sustraernos a ella, si no queremos dejarnos arrastrar como borregos sometidos al dictado despótico del poder.

No son los apóstoles y los fieles de la convicción antivacunal personas proclives a expresarse con moderación. Cuando algún gobierno plantea condicionar a la obtención del certificado de vacunación la posibilidad de realizar determinadas actividades (y no digamos ya si propone el confinamiento de no vacunados o la obligatoriedad de la vacuna) reaccionan airados en defensa de su credo libertario, del que no transigen en apearse y por el que esperan que se les reconozca un valor cívico superior.

Y sin embargo, son ya unos cuantos los que han desertado de manera fulminante del movimiento. Basta, por ejemplo, con que la enfermedad a la que innecesariamente se expusieron los envíe a la UCI. O que el Gobierno del país al que quieren irse de viaje les exija el pasaporte Covid y se queden en tierra si no se vacunan. En este último supuesto, la convicción inquebrantable se evapora en el acto: ponen el brazo y encajan sin rechistar el picotazo al que era intolerable pensar siquiera en ofrecerse.

Da así la sensación de que la convicción no lo era tanto, sino más bien un ropaje para la conveniencia, la indolencia o la pereza, unidas quizá al cálculo de que, si la vacuna funciona, los que sí la aceptaron contribuyen a la inmunidad de grupo; y si no, o si tiene efectos adversos, mejor que los sufran otros. Con todo, habrá personas de veras convencidas, y forzarlas a hacer lo que no desean no es la opción más inteligente. Lo que no pueden es exigir que la comunidad no tome medidas para paliar el riesgo que representan. Y les gusten o no, tendrán que aceptarlas.

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