Uno de los tópicos más repetidos a propósito de las lenguas vernáculas regionales que existen en España, por infiltración de la ideología nacional-fragmentaria, es el que las considera como lenguas propias de la comunidad autónoma correspondiente. Insisten particularmente en ello los Estatutos de autonomía así como el ordenamiento jurídico relativo a estas lenguas.

Queda excluido por tanto el español de la consideración de lengua propia de la región, y se ve así desplazado a la condición de lengua adventicia, postiza, impropia, extraña.

Cuando desde instancias oficiales (ya no de sectores más o menos marginales) se habla de la imposición del español durante siglos en tal autonomía, y de la normalización necesaria como compensación, es entonces imposible, desde tales premisas, evitar la obstaculización, cuando no directamente la negación, del uso y el aprendizaje del español en esas regiones.

La lengua española, y esta es la evidencia incontrovertible que alimenta la legislación, ha desplazado violentamente (como compañera del imperialismo castellano) a las lenguas vernáculas regionales a la marginalidad y la anormalidad. Y ahora, con la democracia, hay que devolverles a esas lenguas su dignidad, el lugar natural que les corresponde como lenguas propias frente a ese español extraño e invasor.

Esta misma prueba es la que impulsa el movimiento que quiere en Asturias, en mimesis con otras comunidades autónomas, un uso normal del bable, también supuestamente desplazado como lengua propia por el advenedizo español.

Es previsible que la oficialidad del bable tome los mismos derroteros jurídicos normalizadores que las leyes, ya en vigor, impulsadas por ese mismo espíritu restaurador en otras comunidades autónomas (paradójicamente, el hecho diferencial autonómico es una repetición de lo mismo en cada autonomía).

La cuestión es que, como resultado de la oficialidad actual de las lenguas regionales, se da por bueno que alguna vez lo fueron, que alguna vez tuvieron la condición de lenguas de uso político, áulico, cancilleresco. Es decir, se da por bueno que esas lenguas fueron lenguas de Estado cuando jamás lo han sido, justificando en el pasado, un pasado ficticio, lo que quieren construir en el porvenir.

Se busca así borrar su condición de lenguas regionales para convertirlas en lenguas de un todo político nacional independiente (absoluto, esto es, soberano).

Y es que con ello, con la oficialidad de las lenguas regionales, se obliga por ley al uso de unas lenguas que no son comunes a todos los españoles, arrinconando, además, en determinadas regiones, a la única lengua que sí lo es, que sí es de uso común en toda España.

Se procede como si el catalán, el gallego y el vasco, y ahora también cualquier otra lengua regional (como el bable), fueran lenguas propias de un Estado ya constituido y como si su uso fuera obligación ciudadana. Pero no existen ni la ciudadanía catalana, ni la vasca, ni la gallega, ni la asturiana, y sí la española.

Hacer oficial una lengua que no es común, como ha hecho el legislador, es multiplicar las ciudadanías en complicidad con el separatismo. La ciudadanía en España es única y simple y no puede haber un imperio dentro de un imperio.

La oficialidad de una lengua particular rompe la unidad ciudadana. Sólo la lengua común debiera ser la única oficial, obligatoria en su conocimiento y con derecho a su uso en todo el territorio nacional.

"O dicho en oro y sin recovecos, que España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua española; pero que no debe consentir el que se imponga (así se imponga) a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota; pero como obligación de ciudadanía, ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay doble, ni triple ni múltiple" (23 julio de 1931, Unamuno, Del porvenir de España y los españoles).

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