Cuando llegué a su casa, Antonio Prieto (Águilas, 1929) estaba preparando la maleta. Era una cartera de cuero marrón, muy mayor, casi más que él, que calzaba 92 años. Me saludó cordial, pero me pidió unos minutos antes de comenzar la entrevista: "Espere, por favor, estoy acabando".

Revisaba decenas de libros, casi todos encuadernados en piel, de páginas crujientes y amarillas. Al poco de comenzar la charla, me explicó: "Esta tarde me voy a Aguadulce y, claro, quiero llevarme un poco de poesía, algo de novela, unos cuantos estudios...".

Yo no sabía –ahora pienso que él sí lo sabía– que Antonio, en realidad, preparaba su maleta para un viaje mucho más largo. Iba a morir pocos días después, pero el amor por la literatura es traidor y engaña a cualquiera. Antonio ya no podía andar, tenía que acercarme mucho para escucharle, pero era tal su pasión por la escritura que se me antojó imposible estar ante una despedida.

Ahora que escribo esta columna, me siento todavía más privilegiado que aquella mañana. Por una cuestión de azar, ¡menos mal que lo llamé en cuanto me dieron el teléfono!, me convertí en el escritor de su epitafio, en el encargado de contar lo que quiso contar Antonio antes de morir.

Justo antes de que ingresara en el hospital, emitimos su voz en Onda Cero. Pudo escucharse emocionado. Quizá lo hubiera olvidado, porque hacía tiempo que Antonio había extraviado la memoria reciente, la del presente. ¡Y yo no me di cuenta! ¡Tanto me gustó su pasado! Incluso le dije adiós con una disculpa.

–Siento haber retrasado su viaje a Aguadulce. Tenga cuidado en la carretera.

–Nada, hombre. Iré con mi mujer y quizá con algún nieto.

Pero Antonio no iba a ninguna parte. Iban a decirle, como cada tarde, que el coche había tenido una avería. Al día siguiente, volvería a preparar ese maletón viejo lleno de libros. Era, en todos los atardeceres, un escritor a punto de partir al lugar de sus recuerdos felices. ¿Qué es la vida sino perseguir el ideal que nunca llega?

Antonio Prieto era un gran novelista, además de uno de los catedráticos de Literatura más reputados del país. Pero tras escuchar la historia de su vida, coincidió conmigo en que la mejor novela era la que no había escrito; la de sus comienzos. Ahí, en el pasado más lejano, resultaba imbatible. Hablaba del Madrid de los cincuenta con extremada precisión.

Llegó de chaval, advertido por su abuela: "Ten cuidado, Antonio, que esa ciudad uniformiza". Se matriculó en Medicina, pero ya estaba obsesionado con la Literatura. Muerto de hambre y con mucho frío, ¡maldita posguerra!, tomaba asiento con su novia en la cafetería Michigan, en el barrio de Argüelles. Todas las tardes durante tres años.

Pilar y él, con los bolsillos vacíos, pedían un café para los dos, como en la canción. Se turnaban. Calentaban las manos en la taza. Ella estudiaba sus apuntes; él escribía su primer libro. Vio en el periódico un anuncio, "Premio Planeta", así que pasó a limpio los folios y envió su candidatura. Ganó. "Tres pisadas de hombre, de Antonio Prieto, ha ganado el...".

–Antonio, no hay mejor novela que ésa: el frío, el amor, el café para dos, la mesa de mármol, el hambre...

–Tiene usted razón –se reía.

Antonio dejó la Medicina y se puso a estudiar Filología, como Pilar. Ella sabe –porque Pilar vive y ordena su biblioteca todos los días– más que él. De la admiración nació el deseo: "Le pedía los apuntes, eran muy buenos". "Te quiero más que al amor", le escribió a través de uno de sus personajes.

Como para no quererla. La gran biblioteca de sus vidas estaba en el último piso de la casa. Antonio hacía años que no podía ascender la escalera de caracol. Así que Pilar seleccionó sus libros más importantes y le creó una nueva biblioteca en el piso de abajo.

La biblioteca de Pilar y Antonio. D.R

Antonio logró su primer trabajo precisamente en Planeta. "Tras ganar el premio, ¿no?". Pues no. Me contó que José Manuel Lara –el dueño– le invitó a comer con él y con su esposa. El chaval que compartía cafés y merendaba gracias a la piedad de Pepe Hierro y Gerardo Diego se vio de pronto ante un mantel de alto copete.

Sacaron merluza. Antonio había aprendido, por casualidad, lo de los cubiertos en el internado. La mujer de Lara no daba crédito: "¿Cómo un joven tan humilde puede manejar así los cubiertos?". Convenció a su marido y lo contrataron.

Subido a su espalda, con la grabadora de testigo, viajé a la Cuesta de Moyano de 1950. Antonio me presentó a Azorín, que rebuscaba y rebuscaba para obtener los libros que había perdido en su exilio. Al sinuoso Ruano. A Baroja, cuya mala leche tanto divertía a los jóvenes. ¡Me llevó a la tertulia de los poetas!

Tengo la sensación, ahora que repaso mis notas, de haber vivido una película. Como si el guion estuviera escrito. De vuelta en el presente, Antonio, muy fatigado, señaló su biblioteca para regalarme firmado uno de sus libros. Me di cuenta de que la entrevista debía acabar.

–Antonio, ¿cómo le gustaría que fuera el último día de su vida?

–Me gustaría que fuera un día largo, parecido a este, en el que pudiera hablar de libros con un chaval joven como tú. Y recorrer juntos estas estanterías, como hemos hecho. ¿Ves? Ahí está Petrarca –señala un ejemplar de lomo marrón–. Han pasado un montón de siglos, ¡pero en nuestras manos está vivo! Sigue siendo un joven locamente enamorado. Esa es la magia de la literatura: cuando yo ya no esté, resucitaré siempre que alguien abra uno de mis libros.

Dolabella (Seix Barral, 2001), de Antonio Prieto. Página 144: "Mi madre estaba en la parte de atrás de la casa, con un balde de agua extraída del pozo. Al verme, lo dejó inmediatamente en el suelo y corrió a abrazarme".

Querido Antonio: aquí, en la mañana, en mi endeble biblioteca, está usted vivo. Como Petrarca en la suya. Por fin hemos llegado a Aguadulce.

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