El ocio abre de par en par las discotecas y los bares. Hemos vuelto a las condiciones previas a la pandemia, pero ya nada es igual. Apenas se respetan las distancias de seguridad y, en cuanto al uso de mascarillas, lo digo por experiencia: si continúo más tiempo con el bozal puesto, tendrán que hacerme el boca a boca tendida en el asfalto.

El botellón invade los campus universitarios y la noche se expande a lo ancho como un inmenso chicle. En Madrid, veinticinco mil estudiantes, prietos ellos bajo las estrellas, aprovecharon la excusa del comienzo de curso para hermanarse en el alcohol y la felicidad.

La vida esta hecha de pequeñas incertidumbres, y una de las más angustiosas es precisamente la búsqueda de la felicidad.

Estos años de atrás la pandemia nos ha castigado con dureza, pero ahora que hemos empezado a recuperarnos no hallamos el modo de ser felices. Unos porque somos mayores, otros porque son pequeños, siempre hay algún motivo de preocupación. Pones las noticias y, en cuanto el locutor empieza a hablar, una sacudida eléctrica nos recorre el cuerpo de punta a punta. Tranquila (me digo), esto no es un infarto.

Efectivamente no lo es. Es el volcán de La Palma que, mira por dónde, también nos deja infartados.

Cuando escribo esta columna, centenares de casas han sido ya arrasadas y la lengua de lava está a punto de entrar en el mar, donde al parecer el calentamiento es insuficiente.

Hace cincuenta años, el volcán de la Palma se manifestó y a los periodistas les faltó vocabulario para describir sus rugidos. Ahora, en cambio, el lenguaje lo aportan los políticos, que se han puesto abruptos y volcánicos para estar a tono con la actualidad.

Hace un par de días, la ministra Reyes Maroto se lució con sus declaraciones a la prensa. Reyes confía en que el maravilloso espectáculo del volcán constituya un reclamo para los turistas. Ella, sin embargo, no ha sido la única en ponerse estupenda.

Los hay que albergan la esperanza de que llueva pronto para que se apaguen las brasas del volcán. Tampoco faltan quienes presienten que las convulsiones de Cumbre Vieja se corresponden con los primeros síntomas del fin del mundo. Lagarto, lagarto.

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