El Estado no puede tener espacio en tu cama. Si hablamos de conservadores, no se puede utilizar al Estado (ni a nadie) para organizar las camas ajenas de acuerdo con tu propia idea de cama correcta. Tú, como adulto, tienes el derecho de irte a la cama con el adulto que quieras (siempre que se cuente con la voluntad de todas las personas involucradas) y de amar libremente a quien quieras.

Ser liberal es ser adulto y es, también, tratar a las demás personas como adultas. Nadie puede decirte cómo debes vivir tu vida (ni tú puedes decirle a otras personas cómo deben vivir sus vidas).

La homosexualidad ha sido penada durante siglos. Pero todavía hoy, en pleno siglo XXI, las relaciones sexuales entre personas adultas del mismo sexo siguen siendo atrozmente perseguidas, condenadas y castigadas en más de 70 países del globo.

La gran pregunta es qué daño le hace a estos conservadores (muchos de ellos se llaman de manera falsa liberales o libertarios) que alguien tenga sexo con otra persona de su mismo sexo. ¿O qué daño les hace que Juan quiera ser Juana en vez de Juan porque así lo desea, porque así lo quiere y porque ese es su propio cuerpo, su propiedad?

¿La respuesta? Ninguno. No hace daño a nadie.

El único daño que le hace a personajes del estilo de Viktor Orbán, Santiago Abascal o Jair Bolsonaro es el que afecta a su moralidad personal. Una moralidad dictada por una especie de inquisición religiosa basada en un modelo de vida (según ellos) perfecto. Constantemente hablan de amor al prójimo. Pero este amor al prójimo no son más que palabras de relleno. Palabras que se quedan en eso, en palabras, y no en acciones.

También se suman a la discusión conceptos como el de lo antinatural, que busca la imposición de la familia natural o de la familia tradicional, que para esos conservadores es la familia compuesta por madre, padre e hijos (la familia heterosexual). Todo lo demás es una aberración.

No hay mayor falacia que la de familia natural. Las familias, a lo largo de la historia de la humanidad, y desde que éramos unos cavernícolas, han sido tribales. Las mujeres cuidaban a los niños de la tribu. Hemos tenido y tenemos familias de madres solteras, de padres solteros, de viudas, de viudos, de tíos cuidando a sus sobrinos, de abuelos cuidando a sus nietos, de dos padres e hijos, de dos madres e hijos. ¿Es que todas esas no son familias?

Los conservadores se enrocan en esta postura de la defensa de la familia como si fuera una defensa de Occidente mismo. Un Occidente al que ven permanentemente amenazado.

Como bien dice el autor argentino José Benegas, el liberalismo fue en cierto momento histórico “la infección de Occidente”. Si el liberalismo se desarrolló en Occidente fue por la misma razón que los anticuerpos contra una enfermedad se desarrollan en el cuerpo enfermo.

El hoy idealizado Occidente (el nuevo ser nacional) fue, antes del liberalismo, un lugar marcado por la tradición totalitaria de la Iglesia, por el absolutismo monárquico, por los privilegios, por las castas, por la censura de ideas y por la servidumbre de la gleba.

Al que hay que salvar es al liberalismo, no a Occidente. Muchos nacionalpopulistas europeos y latinoamericanos insisten en destruir la libertad para imponer una moral del siglo XII.

A lo largo de la historia, el Estado y las religiones han ambicionado entrometerse en la vida de los ciudadanos. En los tiempos de la Inquisición, en Francia y otros tantos países, los homosexuales eran quemados vivos. La Inquisición española apedreó, quemó y castró a homosexuales. En 1553 las leyes inglesas imponían la pena de muerte con ahorcamiento para los homosexuales.

Pero tampoco hace falta irnos tan atrás en el tiempo. En el siglo pasado, en los años 60, la homosexualidad era ilegal en casi todo el mundo. En los Estados Unidos de 1960, los gais y las lesbianas eran prácticamente forajidos. Vivían en secreto y con miedo. Eran etiquetados de locos por los médicos, de inmorales por los líderes religiosos y de criminales por la policía. Con frecuencia se hacían rastreos postales para detectar a homosexuales. Los locales frecuentados por homosexuales eran allanados y clausurados y a un sinfín de ellos se les intentaba curar con descargas eléctricas y otras prácticas.

Traigo a colación casos como el de Federico García Lorca, uno de los más grandes poetas de nuestra historia, fusilado en Granada, en 1936, por sus ideas y por su homosexualidad.

La izquierda ha alzado la bandera de la defensa de las libertades sexuales cuando, en realidad, y esto lo vemos históricamente, ha detestado la homosexualidad. La izquierda la ha perseguido, la ha prohibido y ha asesinado a homosexuales, como sucedió en la Unión Soviética y en Cuba, la tierra de las sanguinarias aventuras de Ernesto Che Guevara, un asesino homófobo que se refería a los homosexuales como “pervertidos sexuales”.   

Hoy, la homosexualidad se castiga con la pena de muerte en once países. En más de 30 acarrea una condena de diez años de prisión. Por no hablar de las aberrantes y monstruosas terapias de conversión, todavía vigentes en tantos países del mundo.

El caso de Hungría y sus políticas antiderechos y antilibertades deberían abrirnos los ojos en una Europa donde rebrotan movimientos nacionalpopulistas nostálgicos de oscuros siglos pasados. Es la misma Europa en la que muchos se atrevieron a pensar, a dudar y a cuestionar.

Muchos han muerto en Europa por atreverse a cuestionar los dogmas y las creencias de su época. Uno de esos miles fue Giordano Bruno (1548-1600), astrónomo, monje, filósofo y matemático italiano del siglo XVI. Bruno se dio cuenta de que en un universo infinitamente grande tenían que haber surgido infinitos casos de vida inteligente. Que debería haber otros soles e incluso otros mundos.

Giordano Bruno quiso descubrir ese vasto universo. Y lo hizo en una Italia en la que no existía libertad de expresión. Bruno tuvo el coraje de leer los libros prohibidos. Fue excomulgado por la Iglesia Católica Romana en su país natal y expulsado por los calvinistas en Suiza y por los luteranos en Alemania.

Giordano Bruno cayó luego en las manos de la policía del pensamiento y la Inquisición lo declaró culpable de herejía. Lo quemaron públicamente en la plaza romana de Campo di Fiori porque la Iglesia lo consideraba “peligroso”. Bruno fue declarado culpable de “cuestionar la divinidad de Jesucristo” y de “afirmar la existencia de otros mundos”.

Uno de los libros prohibidos que llegó a las manos de Giordano Bruno fue el de un antiguo romano que había muerto 1.500 años atrás. Ese libro era De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio (99-55 a. C.), el más original de los poetas. Lucrecio describió el universo como si estuviera compuesto de las partículas indivisibles de Demócrito. Un universo sin límites, un cosmos infinito. Su obra fue prohibida por la Iglesia en 1516. En 1551, el Concilio de Trento prohibió la lectura de su obra porque era “subversiva” y presentaba una visión del mundo que no recurría a Dios. La influencia directa de Lucrecio llega hoy hasta Isaac Newton, John Dalton, Baruch Spinoza, Charles Darwin y Albert Einstein.

No podemos olvidar nuestra historia. No podemos olvidar la historia de Europa. No podemos olvidar la larga lucha de miles de individuos contra los inquisidores. La lucha que nos llevó a gozar de las libertades de las que disfrutamos y que muchas veces damos por sentadas. Pero son libertades por las que tuvimos que pelear durante milenios.

Es por esto por lo que encontrarnos hoy, en pleno siglo XXI, con una ley en Hungría que establece que los libreros húngaros deben esconder con un embalaje cerrado los libros con temática LGBTIQ+, debe encender todas nuestras alarmas. Según dicha normativa homófoba, también se prohíbe vender a 200 metros de una escuela o de una iglesia libros que hablen sobre homosexualidad o cambio de sexo. Así, obras maestras como el Orlando de Virginia Woolf, los poemas de Safo, los versos de Verlaine o Rimbaud, e incluso los sonetos de Shakespeare, quedan prohibidos para la venta en muchas zonas del país.

Como dijo la escritora británica Virginia Woolf, una de las mentes más lúcidas en la defensa de la libertad individual, “no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”.

Quedará en nosotros, en cada uno de nosotros, levantar la voz ante estos atropellos. Quedará en las instituciones europeas y en las manos del mundo libre la acción para que esto no vuelva a pasar. Que nadie nos imponga qué leer, dónde, cuándo y cómo.

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