Recibí el otro día de una compañera y amiga el ya famoso llamamiento a la comunidad internacional impulsado por varias reconocidas periodistas españolas, y firmado en poco tiempo por reconocidas actrices y reconocidas escritoras. Me invitaba a unir mi firma a la de todas las abajofirmantas para que se "exigiese" (me enterneció la elección de ese verbo) al poder talibán que, entre otras cosas, respete “los deberes elementales de solidaridad y compasión humana”, y que preste una atención preferente a las mujeres.

Me consta que mi amiga lo firmó con generosidad y sinceridad, de manera honesta, y estoy segura de que el resto de personas (más de 63.000) también lo hicieron de buena fe. Yo decliné la invitación.

No firmé por la misma razón por la que no firmaría un llamamiento para exigir la paz mundial a los grandes líderes del planeta. O el fin del hambre. O de la pobreza. Porque me parecen muy buenos deseos (casi de reina de belleza) demasiado alejados de una acción real o un fin objetivo, de una empresa asumible. Como dar megustas en redes sociales para acabar con el cáncer, o dibujar sirenas para encontrar niñas desaparecidas. Un cómodo gesto autocomplaciente que no nos roba un segundo de nuestra confortable contidianidad y deja satisfecha nuestra necesidad de sentirnos buenas personas, solidarias y comprometidas. En algunos casos, si me pongo suspicaz, incluso veo ahí también un miserable rapiñar atención. Pero descarto la idea, por un elemental optimismo vital.

De tanto usarla, como le pasó a la Jurado con el amor, nos hemos cargado la empatía. La hemos devaluado, hemos acabado con ella. Ha pasado de ser el proceso que nos sitúa en la rampa previa a la acción a ser la acción en sí misma, el propio fin. Sentirnos mal por los demás, y que se vea, de manera ostensible y afectada, nos hace sentir bien.

Nos da igual si sirve para algo, si es realista, si lo que estamos haciendo es realmente un acto provechoso o un gesto vacuo, estéril y cosmético. ¿Estamos haciendo algo compasivo que realmente aliviará el sufrimiento de otra persona? ¿O estamos haciendo algo compasivo (no dudo de esa cualidad) que sirve únicamente para aliviar el padecimiento que nosotros sentimos al ver el de aquella persona? ¿Nos importa esto, debería hacerlo?

Este firmar confortablemente desde un cómodo sofá de diseño en nuestra preciosa sala con aire acondicionado y vistas al mar, con un mojito en la mano y una manita en la frente, penando leve y decimonónicamente, para exigir que se calme el sufrimiento ajeno es tan útil como danzar desnudo alrededor de una hoguera, ordenando a los dioses que intercedan, para recuperar un amor perdido. 

No firmé porque no creo que sirva para nada en absoluto, porque no quiero que me haga sentir bien ese gesto inútil, ese no-hacer, esa inacción, y prefiero enfrentarme a la frustración e impotencia de admitir que, por mucho que me preocupe y aflija la situación, yo, desde aquí y desde mi posición, no puedo hacer nada que realmente alivie, repare o solucione. El realmente es fundamental. 

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