Con la rabia horrorosa que me dan las etiquetas y las tenemos hoy por todas partes. Aquí no se libra nadie. El que no es ultraderecha es extrema izquierda y, el que no, es equidistante. Y luego está Sergio del Molino, como categoría en sí mismo, que tiene el superpoder absurdo de ser acusado de todo a la vez por el mismo artículo. Feministas, machistas, trans, señoros, pollaviejas, aliados, alienadas, wokes, cuñados, veganos, ecosexuales, funambulistas, pelirrojos… Estaban todos menos tú, diría Sabina, que con mucho menos ha hecho canciones convertidas en himnos generacionales que requieren para ser cantadas del tirón la memoria de un opositor a registrador de la propiedad. 

La etiqueta tiene su utilidad, no se la negaré. En materia de opiniones, nos permite desentendernos del asunto sin tener que replantearnos nuestras posiciones. Si el que disiente es automáticamente catalogado, despojado de identidad propia y camuflado en el follaje mimético del grupo, ya no necesitamos prestarle más atención. Como dice mi queridísimo Santiago González, en este momento de bandos, sabiendo lo que opinas del conflicto palestino-israelí puedo saber rápidamente tu opinión sobre los alimentos transgénicos y los vientres de alquiler.

No le cito literal, es una adaptación libre que me permito porque sé que soy su consentida. A lo que iba: la etiqueta deshumaniza, convierte en pelele al servicio de la causa al de enfrente, y al tiempo que se le encasilla se le presupone ya la mala fe, la ignorancia o el desconocimiento que siempre adornan a los del lado malo de la vida. Abortado el debate, circulen, aquí ya no hay nada que ver.

Pero también al etiquetar diluímos la culpa, la responsabilidades por los actos individuales de un sujeto, y la repartimos salomónicamente a partes iguales entre todos los componentes del cajón que nos conviene, previamente categorizado con minuciosidad entomológica. Desde la violencia ejercida por un hombre sobre una mujer, que es cosa de todos los hombres, a la carta anónima enviada a Abajofirmante y Señora, que es cosa de toda la derecha (política, mediática y de infantería).

Pero ese señalamiento de todo un grupo, sea cierto o inventado ad hoc para que la realidad se adapte a la especial percepción que de ella tenemos, homogéneo y coordinado en perfecta coreografía, no hace más que rebajar la importancia de la comisión del acto, de su intencionalidad y ejecución. Al estilo de aquella María Barranco, maravillosa, que en Mujeres al borde de un ataque de nervios, y tras el desengaño amoroso al descubrir que su amante era un terrorista chiíta, le decía a un jovencísimo Banderas “fíjate el mundo árabe lo que ha hecho conmigo”. 

Pues así estamos. Y así no podemos ir a Málaga, con esta papeleta. Bastante que somos modelos. 

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