Dicen que es por utilidad política, por supervivencia, porque dos años más en el poder le compensan consumar cualquier indignidad. Sea poner en almoneda la Nación española, la Justicia, la Jefatura del Estado y hasta la libertad de más de la mitad de los catalanes.

Dicen que ni él ni el PSOE entienden cómo funcionan los procesos mentales de los separatistas, que lo que para unos es pacto, para ellos es chantaje, y también que si lo de los indultos sale mal, será porque Pedro Sánchez ha pecado de incauto.

Dicen. Yo no estoy tan segura.

“Ya no me quedan dudas de que cerrarás más veces los ojos y dirás y harás muchas más cosas que me helarán la sangre, llamando a las cosas por los nombres que no son. A tus pasos los llamarán valientes”.

Las palabras de Pilar Ruiz, madre de Joseba Pagazaurtundua, asesinado por ETA y dirigidas en una carta de las que merecen mármol a Patxi López, resumen, de la manera más vívida y precisa lo que ha ocurrido esta semana.

No hablo a humo de pajas, no me refugio en la hipérbole ni pretendo exagerar un ápice.

Por eso no presupongo en Pedro Sánchez sólo pragmatismo o error de cálculo. No me basta con creerle falto de escrúpulos. Sólo me cabe hablar de su bajeza moral.

Gabriel Rufián lo sabe, le ha tomado la medida. Por eso acabó su chulesca y humillante intervención de ayer en el Congreso de los Diputados con una frase que, una vez aceptada, señala los límites éticos que definen a Pedro Sánchez: “Ernest Lluch, hoy, ¿estaría contento o no?”

Lo hizo a sabiendas de la gravedad de su provocación, de que la gente sabe que Ernest Lluch, socialista como Pedro Sánchez, fue asesinado por los mismos que le aplauden a él cuando acaba su discurso, y que son a su vez, los mismos que sostienen el Gobierno de Pedro Sánchez.

Porque es consciente de que si ni diciendo eso, si ni aludiendo a la memoria de uno de los suyos, el presidente reacciona, al resto ya no le quedará duda alguna de hasta dónde está dispuesto a llegar, de cuál es la catadura moral del personaje y de hasta qué punto sus palabras de concordia y reconciliación son pura filfa.

Pero, sobre todo, que Pedro Sánchez, a pesar de su pretendida pose de estadista y sus torpes intentos de componer una imagen que le favorezca, no es, ni mucho menos, mejor que él. 

Y eso que lo ha intentado, dejándose aplaudir en el teatro del Liceo por los mismos que llevan aplaudiendo desde que Franco entró victorioso en Barcelona.

Que ha pretendido que ese aplauso de lo que él llama la Cataluña real le sirviese para arrinconar a los partidos de la oposición y mostrar que están solos (ante Cataluña, ante España, ante Europa) en su postura contraria a los indultos.

Y ha intentado poner sordina informativa ante el hecho de que esa medida de gracia no la quiere nadie, y sobre todo no la quieren los que se benefician de ella y, por eso, para que no nos quepa la menor duda, no dejan de aclarárnoslo y hablarnos ya de su siguiente paso.

Pero en el fondo, no le queda sino dar la razón a Rufián. Por eso ese miedo a la calle y a la prensa. Por eso el blindaje. Por eso esos siete plasmas en una habitación cerrada para cubrir el anuncio de lo que puede que sea lo más importante de nuestra historia reciente.

Por eso el martes compareció “ante la opinión pública” en las escaleras de la Moncloa y resultó que esa opinión pública no era más que un jardín y un teleprompter.

Arde la bandera de España del Ayuntamiento de Vic. Pedro Sánchez, PSOE, gracias.

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