Con el abrupto erizamiento de la dialéctica política se corre el riesgo de deformar, entender mal y, a la corta, desprestigiar los mecanismos y los principios del sistema democrático. A la hosca belicosidad del lenguaje de oposición política (instalado en la escena partidista, en los medios y en la opinión pública, en las redes principalmente) se ha unido un sentimiento de creciente impaciencia y, por tanto, provisionalidad.

Se celebran elecciones en cualquier marco (nacional, autonómico, municipal), y se ha hecho frecuente, para empezar, el deslizamiento de que el resultado obtenido por el partido ganador o en mejores condiciones para gobernar responde poco menos que a una equivocación o a una opción incomprensible o errónea del electorado. Digamos que se está imponiendo la idea de que el electorado yerra cuando elige una propuesta que no es la nuestra. Esto es preocupante, por razones obvias.

Establecido el gobierno de turno, no se tarda mucho en publicar encuestas que indican que el partido o coalición gobernantes ven disminuidos el apoyo que, quizás hace sólo unos meses, obtuvieron en las urnas. No ha pasado un año, en muchas ocasiones, cuando ya se instaura un clima preelectoral que antes tardaba más de dos años o tres en producirse porque, en efecto, se asumía que el aludido turno de gobierno había de durar cuatro años.

Al hilo de estos brotes de impaciencia, se eleva el diapasón en el nivel de hostigamiento al alcalde o a los presidentes correspondientes, hostigamiento que se autojustifica y, a la vez, se retroalimenta no sólo con el señalamiento de los presuntos errores o desmanes del gobernante, sino también con su exageración, su distorsión o, incluso, con el añadido de barrabasadas que no son tales, o que están sobredimensionadas, o que no deberían implicar una enmienda a la totalidad.

En tal momento, y con la combustión llameante de fallos y desaciertos culpables y objetivos, se crea el clima subjetivo de que la situación es ya, y como se veía venir (y se estaba propiciando), insostenible. Se piden dimisiones urgentes y, ya puestos, se exigen elecciones inmediatas. Vivimos en un estrés preelectoral continuo que convierte la política en un juego metapolítico (política de la política), alejándola de su fin, esto es, de las reformas y de las soluciones de los problemas concretos de los ciudadanos, y convirtiéndola en un pandemonio de crispación permanente, negación continua, demagogia e ingeniosidad baratas, desacuerdo radical y ausencia completa de colaboración.

Y llegados, cada vez más prematuramente, a este punto de nieve en el que todo alcalde, todo presidente autonómico y todo presidente de la nación deben ser, según se proclama, sustituidos lo antes posible, surge, ya bien incubado, el mayor reproche: los aludidos no se avienen a abrir el camino de las urnas únicamente porque están gozando lúbricamente de los privilegios del poder, de las prebendas de su poltrona, de los placeres de su ambición cumplida.

Aquí es donde surge la reprobación que menoscaba, tacita a tacita, los principios en los que se sustenta el entendimiento del régimen democrático. ¿Acaso los líderes que concurren a las elecciones no han de aspirar de suyo al poder y tener la ambición de ejercerlo en orden, cabe pensar, al bien común? ¿Todo ejercicio del voto no implica acaso la elección de los representantes del pueblo que habrán de sacar adelante la defensa de los intereses y las ideas de quienes mayoritariamente les han otorgado su confianza?

La creciente conversión de los partidos políticos en entidades sustentadoras de interés propios (con sus miles de cargos y sueldos) no facilita este entendimiento, que ya parece ingenuo, de las reglas democráticas. Pero es lo que hay. El ejercicio del poder por parte de los (no lo olvidemos) representantes populares puede cebar ciertamente propósitos personales espurios. Pero ¿qué estamos haciendo, entonces, cuando acudimos a depositar nuestro voto?, ¿estamos eligiendo a nuestros legítimos representantes para que, en caso de ser mayoritarios o de construir mayorías, gobiernen, o estamos moldeando ambiciosos y apoltronados yonquis del poder?

Si fuera lo segundo, ¿en qué consiste, pues, la democracia? Si fuera lo segundo, sí, pero sólo en el caso en el que los elegidos no fueran los nuestros, la pregunta es parecida: ¿En qué consiste, pues, nuestro espíritu democrático? La democracia es incompatible con el concepto de poltrona. Ni poltrona ni silla eléctrica. Eso deberíamos pensar so pena (frente a cualquier síntoma) de correr el riesgo de caer en una crisis de identidad y conciencia democráticas.

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