Esta noche, a las doce, caerá el Estado de Alarma como cae un imperio atmosférico, asfixiante, tenebroso, y da miedo aún escuchar a los vasallos biempensantes de este terruño llamado España enfadarse por recuperar en Madrid una hora más de bares, un viaje en furgoneta al pueblo encalado con el último disco de C. Tangana sonando con las ventanillas bajadas, un paseo nocturno de madrugada por las calles vibrantes de mayo. Qué amargados, pienso, qué fácilmente entregaron nuestras únicas armas: las de hacer con lo poco que tenemos lo que nos dé la podrida gana.

El español beato es domesticable, cobarde, chivato, gusta de señalar, se acomoda en la represión, sólo se siente puro si se contiene; el español beato habla y teoriza sobre una libertad que ni conoce ni entiende, porque en cuanto otros conquistamos un tramo, consiguen que nos sintamos raros, sucios, enfermos, locos, degenerados, como culpables por disfrutar, como manchados por reírnos un rato en medio de esta solemnidad insoportable, de este funeral que nos hacen creer que es de todos, de esta agonía lenta que se desenvuelve en el mundo light que nos han prometido: comida sin carne, hombres sin testosterona, fiestas sin amigos, amor sin romanticismo, sexo sin violencia, alcohol sin grados.

El español beato nos mira a los díscolos, aún, como nos miraban las monjas del colegio a las niñas cuando nos crecían las tetas, cuando nuestra naturaleza de mujer tomaba carne y pezón rosado, cuando se nos movían los pechos primerizos corriendo en gimnasia: como llamándonos putas por caminar hacia nuestro destino inesquivable de hembras malditas.

El español beato siempre tuvo estas cosas: un complejo terrible por no saber ser feliz, por no dar ni en décadas con las teclas del placer terrenal y sencillo, y en el Estado de Alarma intuyo que ha encontrado un filón para no tener que reconocer que su existencia estaba vacía de estímulos. Nos prefería a todos castigados, el mentecato.

Prefería no saber que los díscolos, mientras ellos bostezan de tedio mirando la grieta de su habitación, nos estamos abriendo un vermú rojo y cocinándonos unos langostinos plancha y unas morcillitas divinas -¡depredadores!-, que más tarde tomaremos café con Baileys y con hielo y que mucho después brindaremos con los nuestros y montaremos una sobremesa flamenca y larga, como la de Tiny Desk con Antonio Carmona, y nos encenderemos un cigarro -¡viciosos!- que será malísimo, malísimo, malísimo, pagano y peligroso, como todo lo que es divertido e interesante, como todo lo que nos mantiene jugando a los lobos en este redil de ovejitas carcas. Que se jodan.

“Las cosas que mi gente quiere / son las cosas que siempre he querío’ / una copita pa brindar / y otras dos pa los dos que vienen contigo”: y se resumió la victoria aplastante de Ayuso. Aún habrá quien siga escandalizado, atónito, sorprendido. Pero es así el español beato, ustedes lo han visto, nos tiene rodeados con sus juicios y sus impertinencias, “es triste, tose y sin embargo se complace en su pecho colorado, / lo único que hace es componerse de días / es lóbrego mamífero y se peina”, como escribía César Vallejo, que también lo sabía.

Ahora el meapilas nos pone cara de circunspección a los que nos alegramos de recuperar al menos un extracto de la vieja vida, y me recuerdan a los chavales que le daban la razón al profesor cuando nos recluía a todos sin recreo llamándonos “delincuentes” por ser críos y salvajes, por desafiar la norma, por defender la alegría; a esos chavales tristes y pelotas a los que les daba igual no salir a jugar porque, total, tampoco tenían con quién hacerlo. Sonrío hoy: el viernes próximo volverá a cerrar el bar a las doce, mosquéense los torcuatos. Pienso en el poema de Juan Ramón Jiménez: “Yo sólo vivo dentro de la primavera / los que la veis desde fuera / qué sabéis de mi centro”.

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