Hoy se cumplen doscientos años de la muerte de Napoleón Bonaparte durante su exilio forzado en la muy remota isla de Santa Elena, frente a Angola. A falta de conocer cuando escribo los resultados electorales (se acaban de abrir los colegios), me pregunto cómo es posible que, ya puestos a divagar, Napoleón no haya dado juego en la campaña madrileña.

La cosa estuvo en un tris. Primero, cuando las llamadas hordas de jóvenes franceses se personaron en Madrid, hace sólo unas semanas, para ver museos y, de paso, ponerse ciegos a copas (o viceversa), lo que fue un chispazo que bien pudo encender la mecha pro o antinapoleónica.

Pero ya andábamos muy ocupados en dirimir las grandes cuestiones de estas elecciones: el Socialismo, el Comunismo, el Fascismo, la Democracia, la Libertad, la esencia de Madrid y la importancia de los Bares, todos ellos asuntos mayúsculos, aunque desiguales, que con mayúsculas han de escribirse.

La vida no nos daba para más, para, por alusiones, traer a escena a Napoleón, aunque en 1808 los madrileños, en cantidades, eso sí, muy descompensadas a favor de los primeros, también estaban divididos en antifranceses y afrancesados.

Estaba naciendo, esta vez sí, la nación española, a un paso de las posteriores proclamas liberales de Cádiz y de los inusitados gritos profernandinos de “¡vivan las caenas!”, que ya es gritar.

Y el asunto se puso más a huevo todavía cuando, nada menos que el 2 de mayo, en vísperas de la efeméride de hoy, Isabel Díaz Ayuso, en su discurso post y prepresidencial, dijo en Sol que “contra el francés y contra el virus, nada más preciado que la libertad”.

Ahí, ahí estuvo la gran ocasión de poner en danza a Napoleón. Pero ya era tarde y no nos cabía en la cabeza un asunto importante más antes de, por fin, ponernos a reflexionar un ratillo. Además, Nacho Cano dijo lo que dijo e hizo lo que hizo, de manera que esa presunta identificación o equiparación entre el francés y el virus cayó en saco roto.

Por más interés que la Historia despierte en los últimos años, sobre todo, eso sí, en forma de copiosos y con frecuencia truculentos artefactos literarios, poco se discute ya, cuando de todo se discute, sobre el viejo enigma de si José I y los franceses, caso de prosperar en Madrid, nos habrían reforzado los alicaídos principios de la laicidad y de la ilustración liberal, salvándonos del reaccionarismo casticista, o qué diablos habría pasado.

Napoleón llegó hasta Chamartín en el otoño de 1808 y sus tropas entraron en Madrid reforzando la precaria posición de su hermano José, pero enseguida tuvo que ahuecar el ala porque no daba abasto para apagar todos los incendios que tenía activos en Europa.

En la cultura popular, en los chistes de nuestra infancia, todos los locos de manicomio se creían Napoleón. Y el desastre final de Napoleón le vino, muy probablemente, de que él también se creyó que era Napoleón.

Ahora que ya han pasado las elecciones, no tengo mucha confianza en que los madrileños (y los españoles todos) vayamos a aclararnos, en un plazo breve, respecto a los parecidos y diferencias entre el fascismo y el comunismo.

Pero, hombre, tenemos mayores posibilidades, o muy mal se nos tiene que dar, de llegar a saber qué es Madrid y qué importancia tienen los bares. Para ello, y pese a la cuantiosa bibliografía existente (¡el Trapiello!), antes de filosofar, ya se sabe, primum vivere. ¡Vivir, vivir!

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