Según algunos el conservadurismo está de moda. Frente al correctismo progre, ciertamente asfixiante, muchos han salido del armario en cuanto a la exhibición de un pensamiento conservador.

Antes, sencillamente, se quedaba reservado para ciertos cenáculos, sin atreverse a dar el paso a publicitarlo y, menos aún, a presentarlo como opción política.

Autores como G. K. Chesterton tienen hoy gran predicamento.

Así, aquellos que hoy se consideran conservadores entienden, si seguimos el manual de Roger Scruton Cómo ser conservador, que existe una serie de instituciones que han pasado la prueba del tiempo para probar su eficacia. Y que son dignas de ser conservadas en favor del buen funcionamiento de la vida social.

Ahora bien, este conservadurismo sólo cobra sentido político cuando, desde él, se procura que actúe el legislador. De tal modo que, ante cualquier reforma o transformación del estado sean conservadas tales instituciones que han pasado por el tamiz de la historia, y han mostrado su solidez en ella.

Una especie de núcleo duro institucional, que, como la roca estoica en la desembocadura del río, resiste o debe resistir al paso del tiempo por la dignidad de los valores que representa.

Pero esta idea, tomada así en general (hay cosas que son dignas de ser conservadas), por su indefinición, aún no tiene un sentido específicamente conservador, por lo menos políticamente hablando.

Lo problemático del conservadurismo, en sentido político, aparece al especificar esos valores que son dignos de ser conservados en el terreno de las transformaciones que afectan a la organización del estado.

Y de un estado en concreto, no de cualquier estado.

Si tomamos como referencia hoy en España la posición que defiende Enrique García-Máiquez en el prólogo al libro de Scruton, ¿cuáles serían esos valores y esas instituciones que hubieran de acogerse a sagrado, por así decir, y permanecer impenetrables por parte de las autoridades laicas, seculares? ¿y hasta qué punto pueden generalizarse, y ser asumidos por todos, al margen de la confesionalidad que se profese?

En general el conservador entiende que eso valores son fundamentales en la articulación de la vida social, de tal modo que su pérdida significa la descomposición de la sociedad.

La edición de Homo Legens del libro de Scruton está coronada con la llamada Declaración de París, una especie de manifiesto conservador que reclama, como argumento más destacado, la necesidad de reivindicar las raíces cristianas de Europa, frente a su pérdida de vista por parte de una institución, digamos, puramente tecnocrática, como es la UE.

Esa neutralidad avalorativa de la UE hace que los valores de Europa se desvirtúen, y se pueda ver fácilmente anegada por otras culturas (islam o china) que sí mantienen su identidad en forma frente a terceros.

De esta manera, la reivindicación de las raíces cristianas pasa, de algún modo, por el compromiso con la doctrina cristiana, con su dogmática. Y es aquí, creo, donde aparece la paradoja de esta reivindicación.

La confesión cristiana, por su dinámica histórica (y no tanto en virtud de su propia doctrina), se ha abierto paso a través de una fuerte pugna entre la razón y la fe.

De tal modo que la fe cristiana, si no se justificase con la razón, se tornaría absurda (credo quia absurdum). Y si se justificara racionalmente entonces se volvería superflua.

Es así, pues, que una defensa de los valores cristianos, como tales, esto es, en tanto que confesionales (dependientes de la doctrina teológico dogmática cristiana), no escapa a esta paradoja “agónica” (como la llamó Unamuno).

Siendo así, la vida de las sociedades europeas quedaría sostenida sobre unos cimientos muy débiles.

Y es que la causa de Cristo (de la dogmática cristiana) es muy débil por sus fundamentos. A Dios hay que probarlo. Y las pruebas son absurdas. Cualquier prueba de la existencia de Dios no sale de la petición de principio.

Al final se resuelven por la vía de la fe, que es completamente arbitraria, y que postulan necesariamente una razón iluminada por la creencia (credo ut intelligam). Para entender hay que creer, de lo contrario no hay manera de entender.

La fe es así, en el fondo y a la postre, completamente gratuita (injustificable).

En definitiva, el problema político del conservador es que ese cristianismo confesional que profesa, en la medida en que quiera ser fundamento de la vida social, tiene que ser probado.

Para probarlo tiene que acudir a una instancia que está fuera de la jurisdicción de la fe cristiana: el tribunal de la razón. Un tribunal que termina, finalmente, convirtiendo a la fe o bien en absurda, o bien en superflua.

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