Me preocupa, a veces diría que me obsesiona, el paso del tiempo. Ni entiendo ni acepto ese concepto tan confuso del hacerse mayor, ni gestiono demasiado bien el equilibrio entre aprovechar el tiempo y vivir relajada.

Todavía no he encontrado la manera de compatibilizar mis prisas por avanzar con mi necesidad de descansar. Todo lo que tengo es tiempo, pero no sé cuánto, y eso limita mis posibilidades de control y me pone nerviosa.

En estas ando cuando llega a mis manos Filosofía ante el desánimo, de José Carlos Ruiz, un autor que me gusta porque me provoca ganas de escribir y porque me obliga a debatir conmigo misma. De eso, entre otras cosas, trata la filosofía, supongo.

El caso es que hoy he llegado a la parte en la que habla de mi querido amigo. Nos cuenta cómo, en la antigua Grecia, había tres dioses que representaban el tiempo. Cronos, que marca nuestro tiempo de vida, Aión, que simboliza el tiempo que dedicamos a lo que tiene sentido para nosotros, y Kairós, como estandarte del momento adecuado, de la suerte.

Cuánto ayuda poseer una clasificación de lo borroso para trenzar lo que se enreda en la cabeza de una.

Perseguimos aprovechar todas las oportunidades posibles mientras desarrollamos nuestro propósito en nuestra particular e incierta cuenta atrás. De eso va la existencia (o debería).

Parece simple, pero no es fácil (porque no lo es la conexión con esto que somos) lograr y mantener la cuadratura del círculo, encajar nuestro puzle interno, con tantas piezas y tan diferentes.

Los obstáculos aparecen en forma de pereza, de decisiones basadas en decisiones de otros, de una tozudez estúpida que pretende derribar muros ajenos.

Y mientras tanto, Cronos pirándose sin solución, Aión de vacaciones y Kairós desesperado ante nuestra inutilidad.

Para los que le restan importancia a la fusión con uno mismo, el no disfrute es una constante de lo más llevadera. Pero para los que conocemos el ensamblaje perfecto, qué se siente cuando estás dónde, con y cómo deseas, a qué huele y a qué sabe la plenitud lo opuesto es un pellizco asquerosamente doloroso.

Te despides de cada hora lamentando que no haya valido la pena y te devanas los sesos para resolver la ecuación. No sé qué he de hacer para desembrollarme, cómo tirar del extremo de un hilo que no conozco.

Hay obstáculos conocidos por todos. Un trabajo que me aburre, una pareja que ya no es lo que fue, la ausencia de aficiones. Pero a veces es un lugar, aparentemente sin razón alguna, el que nos roba la inspiración.

Idealizamos un pueblo en la costa o en la montaña sin preguntarnos si estamos dispuestos a pagar el precio por el silencio y las vistas al mar. Vida social y cultural limitada, pocas novedades, misma gente y mismas conversaciones por lo siglos de los siglos.

Para algunos, esa línea recta es el paraíso. Para otros, una losa invisible que no logran identificar. Me pesa la vida y no sé por qué.

Cuando se asoman a la civilización, despiertan, brillan, tintinean. Les gusta, pero tampoco vislumbran la razón y se dicen a sí mismos que son raros, que si el paraíso es para unos debe serlo para todos, ignorando su individualidad y que lo importante es saber qué es lo importante, ya sea respirar aire puro o ir al teatro cada semana, levantarte entre árboles o descubrir una cafetería distinta cada tres días.

Desmenuzar de qué está hecha nuestra particular chispa de la vida es el primer paso para honrar el regalo que Cronos, Aión y Kairós nos han hecho. Validar nuestras singularidades, el segundo. El tercero, aprender a disfrutarlas como si no hubiera un mañana, porque no sabemos si lo habrá, aunque nos gustaría. 

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