Eros irrumpió el verano pasado en forma de topless. Hubo una verdadera explosión, nunca vi tantas tetas en la playa. La carne coartada durante meses por las mascarillas encontró el modo de estallar. Ahora es perceptible cómo se va cargando de nuevo, en esta primavera eufórica pese a las muertes, las desgracias de muchos y la ruina que ya se va asentando. Es la vida que empuja, sin piedad a veces.

Pero incluso en el día a día enmascarillado, Eros se abre paso, espera cualquier resquicio para colarse. Están la figura, el movimiento, la voz. Están los ojos, encendidos a tope, devorando cuerpos y ellos mismos ofreciendo los cuerpos de sus dueños y sus dueñas, destilados de luz de la carne oculta.

Es fabuloso cómo todo se ha recompuesto alrededor de las caras escondidas. El borrado facial ha espiritualizado, estilizado lo visible. Pero a la vez lo ha imantado. Como si lo que no cae en la cara se hubiera repartido por el resto, que obtiene ganancia.

Entre desconocidos, la cara es el gran misterio. Yo he estado tres meses, por circunstancias laborales, haciendo amistad con un grupo de hombres y mujeres cuyas caras no he visto. Me pareció prodigiosa la integridad de esos seres, nacidos para mí sin cara, pero perfectos. Individuos con todos sus rasgos resplandecientes, menos la nariz y la boca.

Yo ahora estoy fascinado con las bocas, cuando se muestran de pronto son fascinantes, bellísimas, brutales. Son bocas de depredadores, agresivas, pornográficas. Esto se atenuará cuando volvamos a acostumbrarnos a ellas, pero esta percepción nítida me ha turbado. Somos animales, casi monstruos, por las bocas. (Como por el sexo: al que no nos acostumbramos y por eso su poder no se disipa).

Una conocida a la que no reconocí se bajó la mascarilla y me evocó a Rita Hayworth quitándose el guante. Fue un topless facial maravilloso. Y está lo que he dado en llamar escote de nariz.

Cuando hay una mujer frente a mí en el metro, inclinándose para mirar su móvil, atisbo su nariz naciente por el borde de la mascarilla, el espacio que abre hacia la boca. La mirada se pierde en lo no visible. El otro día tuve premio, alcancé a verle a una el piercing que llevaba en una aleta.

Uno, por otra parte, descansa también al llevar la mascarilla, aunque resulte pesado. Es un escondite, una relajación, un descanso en el fondo. Hurtarse al mundo, recobrar una cierta impunidad, un aire furtivo. Miramos y nos excitamos, pero hay a la vez la posibilidad continua de la introspección. De hacernos la ilusión de que somos avestruces.

Pero la mascarilla no sólo postula estéticas esteticistas, participa también del arte comprometido. La crítica al poder que viene ejecutando es implacable, con su retrato acerado de los políticos.

Cuando estos salen con la mascarilla puesta, del presidente del Gobierno al último tránsfuga, quedan denunciados como lo que son: unos bandoleros.

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