Pablo Iglesias debe de estar hundido. Jamás será él quien ice la bandera tricolor en el cielo asaltado de la patria. Toda vez que Felipe VI hinca la rodilla para levantarse, un Borbón le pega una coz y lo devuelve al suelo. Si la Corona se rompe, será obra de Juan Carlos I, de las infantas o de un cuñado, pero no del vicepresidente del Gobierno.

Seamos honestos: la monarquía en España no corre peligro porque la alternativa no es una república para todos, sino una mitificación de la de 1931, donde la convivencia se había tornado imposible mucho antes del golpe asesino de 1936. Aquello era (como me han dicho varios centenarios) “una república sin republicanos”.

Julio Anguita lo sabía. Le recuerdo en el cafetín de Córdoba frente a su casa. Con el ceño fruncido, me dijo: “La Tercera República no puede ser, en absoluto, una repetición de la Segunda. Quiero una república transversal, ni de izquierdas ni de derechas”.

El califa rojo clamaba en el desierto. Era plenamente consciente de que esa “transversalidad republicana” no existía en el arco parlamentario español. Le sublevaba que los hijos de sus ideas miraran continuamente a 1931, y no a 2030 o 2040. Me citó, por cierto, a Ortega, que poco después del 14 de abril cambió su entusiasmo por el doloroso “¡no es esto, no es esto!”.

Pues no, claro que no. Ni la Segunda República era lo que llegó entonces ni la Tercera es lo que proponen ahora. Ahí reside el seguro de vida de Felipe VI. Mientras no nazca un movimiento republicano inclusivo, habrá monarquía para rato. A no ser que los Borbones la vuelen por los aires con sus vergüenzas.

Porque, ¿cuántos monárquicos quedan en España? ¡Verdaderos monárquicos! Ni siquiera lo que entonces se llamaba “juancarlistas”. Ahí va un paralelismo irrefutable: los monárquicos son como los suscriptores de los periódicos de papel. Una vez fallecen, nadie les releva.

“No, oiga, a mí me gusta Felipe VI y lo prefiero a una república”. Pero eso no refleja una convicción, sino un instinto de supervivencia. Mi abuela es monárquica. Luis María Anson también. La última vez, en su despacho, intentó ganarme para la causa con una cita de Ernest Renan: “La monarquía hereditaria es una concepción política tan profunda que no está al alcance de todas las inteligencias el comprenderla”. “Y tú pareces listo”, me dijo.

No lo soy. Porque, si ante una clase de monarquismo del maestro Anson no salí convencido, es que me falta un tornillo. Pero… ¿y si ni siquiera Luis María puede ya persuadir a las generaciones venideras de las bondades de un reino?

La monarquía en España pende de dos hilos: la familia del rey y la inexistencia de un movimiento verdaderamente republicano. Si nace una corriente transversal capaz de construirlo, entonces millones de ciudadanos gritaremos: “¡Viva la República!”.

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