Ando estos días releyendo 5 consejos para potenciar la inteligencia, de Enrique Rojas. Yo lo habría titulado 5 maneras de potenciar la felicidad, pero ese no es el caso. El caso es que el libro comienza definiendo la inteligencia como “la capacidad para captar la realidad en su complejidad y en sus conexiones”. Más adelante, nos cuenta que los listos, en cambio, son aquellos que “tienen la capacidad de entender las cosas con facilidad y rapidez. Son gente resolutiva y sumamente eficaz”.

Todos conocemos gente que es lo uno, o lo otro, o ambas cosas. Personas brillantes, que parecen no conocer la neblina que empaña la visión y el entendimiento de la mayoría de los humanos. Ellos observan, comprenden y actúan de acuerdo a las circunstancias. Son una maravilla de la naturaleza, me gusta rodearme de ellos y sorprenderme ante cada conclusión, ante cada conocimiento. Tengo muchos amigos listeligentes, la verdad.

Pero lamentablemente ninguno de ellos anda estos días manejando el desastre ingente que planea sobre nosotros. Y con “ninguno” me refiero a nadie listo y a nadie inteligente. Ni captan, ni resuelven, ni nada. Ya lo dije en otra columna que escribí cuando aún besuqueaba a mis amigos y no me ahogaba con la mascarilla: no me tomaría un café con ningún político actual porque yo solo quedo para un café con gente lista (o inteligente, o lo que sea, que aún no me había leído el libro de Rojas y no diferenciaba con nitidez).

Ni me tomaría cafés con ellos ni, desde luego, dejaría en sus manos el timón de un país tocado y casi hundido por un bicho que, a la vista está, sí es listeligente a tope.

Cuando ojeo las noticias políticas siempre tengo la sensación de que algo se me está escapando. Hay un factor desconocido que justifica semejante despliegue de despropósitos. En este caso, por ejemplo: el cierre de los centros de investigación al comenzar la pandemia; la falta de recursos de todo tipo cuando los abrieron; las terrazas madrileñas abarrotadas; las playas ibicencas abarrotadas; no a los parques y sí a los metros abarrotados; la lentitud e ineficacia de todas las medidas; que sí, que no, que caiga un chaparrón. El virus montándose una fiesta que para sí quisiera Madonna.

Lo que mosquea a mi entendimiento, en el fondo, es el hecho de que no parece haber ningún requisito previo y mínimo para gestionar un país, o una ciudad, o cualquier asunto público. Porque lo privado es otro asunto, ahí sí hay listeligentes. Normal, si no, se les jode la empresa y eso no puede ser.

Parece que a los que no les dio la nota para otra cosa, se han metido a políticos. Si total, nadie se va a dar cuenta, el traje y el sillón marrón ocultan mi mediocridad, solo me tengo que aprender cuatro palabrejas con las que atacar al contrario, que es uno que se va a dedicar a lo mismo que yo. Rebotando la pelota del improperio pasamos el tiempo y despistamos a esta panda de plebeyos, que bastante tienen con lo que tienen.

Cuando la caguemos, le echamos la culpa al de al lado y tan pichis. Si la cosa es gravísima, les pedimos ayuda a los que haya por encima, a los de Europa, a los del planeta, que para eso están.

Y nosotros, los plebeyos, calladitos, dejando que los más tontos de la clase decidan, hagan y deshagan. Me niego a conformarme, rezo para que un batallón de seres bestialmente listeligentes, hartos ya de tanta tontería, se planten en plan Vengadores de Marvel ante los sillones marrones para ocuparlos y reparar los destrozos provocados por unos chóferes sin carnet. Que lleguen pronto, esto se hunde.