Esta semana a Rosalía y sus comadres Dua Lipa y Lizzo las han cazado en un vídeo tirando billetes de cien en un culo que no sé de quién, como cantaba C. Tangana: ahora dicen que eso es cool, agárrate tú en esta curva. La verbenita posterior a los Grammy para ellas se celebró en un club de striptease -luces azules y rosas, hembras en bolas, twerking para enterrarnos a todos-, porque en estos tiempos sórdidos y modernos, en esta era de la imagen, la pornografía y el culto al cuerpo, si no metes un dólar por una media de rejilla o un tanga breve mientras de fondo suena un tema presuntamente provocador, no eres nadie. Alguien tiene que degradarse aquí para que lo pasemos bien, como cuando esos turistas infelices le pagaron cien pavos a un mendigo para que se tatuara el nombre de uno de ellos en la cara. Y el pobre hombre, lo hizo, claro, en libertad.

Es la misma libertad -condicionada económicamente- que tienen las chicas que apoyan las manos en la pista y se revientan el coxis desnudo en la cara de cuatro perturbados famosos y acaudalados que las cubren de billetitos, como si lo que ellas son pudiese comprarse, como si fueran un producto del mercado o una máquina tragaperras que alimentar para que siga sonando. Entiéndanme: nadie es del todo libre, el reto ya es ampliar nuestro radio de acción y no dejar de pelear nunca nuestra autonomía y nuestra dignidad -hoy parece un concepto religioso, pero sólo es filosófico-. Lo del vídeo, aquí y en Rusia, es una cosificación pura y sin cortar, que, por cierto, se ceba -casi siempre- con las mujeres, también porque la demanda acostumbra a ser masculina.

Pero, ah: como estas cantantes ricas son muy vanguardistas, les ha dado por imitar al hombre y tratan como a objetos a personas de su mismo género, tradicionalmente fustigado, tradicionalmente explotado en su capital sexual. Me repugna que el progreso sea éste; que Rosalía celebre su Grammy como muchos empresarios han celebrado históricamente sus tratos: en un club de strippers o en un prostíbulo. Rosalía es Jesús Gil: mejor que haya una zorra cerca para aderezar el paisaje de lujuria y excesos. Es un movimiento estético, es exotismo y cosmética, es un imaginario garrulo de champanes derramados, limusinas extravagantes, scorts y dientes de oro. Una catetada, Rosalía, cariño. Una vulgaridad de toda la vida: no inventas la rueda.

Claro que no subvierte ni revoluciona nada que ahora sean mujeres las que cosifican a otras mujeres. Es como cuando en las fiestas bochornosas del Perreo de la muerte de Yung Beef, el trapero y sus colegones golpean en el culo a bailarinas con sobrepeso, las atan y las montan como si fueran animales de carga. Las feministas miramos atónitas, descacharradas, y nos dicen: “Eh, que estamos incluyendo a gordas en nuestro show. Somos diversos. Somos inclusivos”.

Perreo de la muerte, la fiesta de Yung Beef.

Perreo de la muerte, la fiesta de Yung Beef. Julen Berrueta.

No sé qué clase de éxito es éste: ya no sólo hipersexualizamos a las flacas, ¡ahora las hipersexualizamos a todas! Más tarde, cuando insistimos en la crítica -al hecho, nunca a ellas-, nos llaman mojigatas y puritanas: no sé, miren que yo no tengo nada que envidiarle a Laporta cuando estoy de juerga, pero, efectivamente, viendo el plantel, a ratos me dan ganas de volverme asceta y tirarme en un monte a leer a Santa Teresa de Jesús, que era mucho más rebelde y más feminista que estos modernos de mierda.

El vídeo de la polémica me ha despertado otro pensamiento. Hay algo muy mezquino, muy supremacista y muy antiguo en ese gesto, en el de tirar dinero a alguien. Como el putero que arroja la pasta al colchón mientras se abrocha la bragueta. Como la señora que camina pavoneándose con sus pieles y escupe unas monedillas al cartón de un bailarín callejero, sin doblar ni un centímetro la columna vertebral para acercar el dinero a la gorra. Hay un desprecio espeso ahí -en no entregar las cosas en la mano-, hay un símbolo, un mensaje latente, un “hazme reír, bufón”, un “ponme cachondo, puta”, por mucho que ahora se intente revestir de glamour y rupturismo. Ni siquiera es lucha de clases: es humillación de clase.

Gil en su mítico jacuzzi rodeado de señoritas.

Gil en su mítico jacuzzi rodeado de señoritas.

El problema, como siempre, es la mitificación de seres falibles: Rosalía será una artista destacable, pero, ¿por qué la han convertido en referente: porque una vez se hernió políticamente escribiendo un tuit que rezaba ‘fuck Vox’? ¿Porque alguien señala que sus coreografías son “emancipatorias”? ¿Por qué, si su discurso es blanco, naif, inocuo, inofensivo, estratégicamente diseñado para todos los públicos, para no pisar callos y poder resultar lo más rentable posible, en un target transversal?

Eso habla de la ridiculez de nuestras exigencias intelectuales. Y habla del poder de la laca y la purpurina para amasar ídolos de barro y echarlos a andar. Escuchen a Rosalía, pero mejor lean y ensalcen a la De Castro, que en 1859 estaba montando zafarranchos para que dejaran escribir a las mujeres y cerrando bocas cada vez que ponía un punto y seguido: “No acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne. (…) Yo soy libre. Nada puede contener la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino”. No había quien le tirara un billete.