La reforma constitucional, además de necesaria, es como la gaseosa. Magnífica para suavizar el vinazo de barrica que supone la política a diario. Para el nuevo texto, este artículo: "Los ciudadanos deberán conversar con todos los taxistas que contraten. Siempre, sin excepción".

Alumbré esta sugerencia jurídica a bordo de una berlina blanca, que me rescató de una de las calles mejor bautizadas del país: "Cerro del aire". Con los párpados pesados y una mochila de encargos periodísticos por escribir, a punto estuve de dormirme. Los cuarenta grados se me olvidaron al atravesar un túnel y, acurrucado junto a la puerta, rocé un pecado que prohibiría la Carta Magna de cualquier nación democrática: no hablar con el conductor.

En un espasmo, todavía pienso que de forma involuntaria, escupí: "¿Qué tal va la cosa?". Una pregunta, por cierto, que la reforma constitucional debería sancionar con pena de cárcel. Él me respondió: "Si todo va bien, hoy venderé la licencia de este taxi". Luego se reveló decidido a la peripecia: "Soy marino, capitán de barco, llevo veinticinco años en este coche. Me casé mal, vino la crisis... Pero ahora voy a intentarlo. Me siento joven a los cincuenta. Sea aquí o en el extranjero. A ver qué pasa".

Por el mismo importe me convertí en el último viajero, en el sueño de cualquier flâneur: surqué la carretera a lomos de un hombre al borde de la trascendencia. Disfruté del cínico placer que reporta esa vida asomada al abismo que no es la tuya.

Entorné los ojos y le pregunté por los destinos que le quedaron pendientes. La carretera se abrió en canal. El azul oscuro del agua cambiaba al blanco a nuestro paso. El contador del taxi dejó de agobiarme y los números se tornaron nudos. Sobre las patillas que mi conductor llevaba de serie, coloqué una boina para transformarlo en el Capitán Haddock de mi lunes.

Dejamos atrás políticos, mujeres que nos dieron la espalda, amigos que fueron, trabajos que nos estresaron, las copas a las que un día renunciamos, las responsabilidades que nos hurtaron la risa... Y al fondo de la A-6 brillaba una isla abstracta, sin ningún rasgo particular. Tan sólo un trozo de tierra que incrustaba sosiego en el tuétano tras sortear la retina. O así lo creí. Porque el taxista y yo enmudecimos.

Presidente de turno, por favor, suelte amarras y legisle con la vista en el puerto: "Los ciudadanos deberán conversar con todos los taxistas que contraten. Siempre, sin excepción".