Hágase respetar aquí y ahora. Escriba o hable, cíñase a las inveteradas reglas, siendo la primera no formular asertos sin espolvorearlos de pesimismo. Sarcasmo, hiel para el adversario vario de su empresario o comisario. Y si estos de repente mudaran de amistades, trague. Donde vio idiocia advertirá astucia, donde descubrió inanidad percibirá profundidades parmenídeas. Acto seguido, escupa a quien ayer acarició el lomo, elogió, lamió.

No hallará piedad si no exhibe en todo momento la carga negativa, el electrón discursivo. Cuanta más limpieza de sable requiera un referente, más deberá cargar contra otro. Aproveche cualquier ocasión para denigrar a su país; eso siempre da puntos. Procure que el lector, espectador u oyente se sienta incómodo.

Su estado natural es indignado. Mantenerlo a un nivel alto puede librarle de tropiezos en otro caso fatales. Imagine, por ejemplo, que a mitad de jeremiada se queda en blanco. ¡Cuente lo irritado que está, sin más! Si es uno de esos afortunados carentes de cualquier resquicio de vergüenza, puede incluso echarse a llorar simulando que el cabreo ha dado paso al desconsuelo. Arguya luego que su empatía (esto es ya para canallas profesionales) le ha impedido terminar la frase. Si lo afirma con suficiente convicción, no será necesario que vierta una sola lágrima real. Las darán por descontado, dirán que las vieron correr por sus mejillas, mejillón. Si le entrevistaran a raíz de su farsa, pregúntese cosas sin sentido, como “¿Qué estamos construyendo entre todos?”. Parecerá profundo e íntegro.

Desde el regeneracionismo, en España solo se reconoce valía intelectual a los pesimistas pesaditos. Por mucho que se esforzaran, un Ridley o un Pinker solo podrían florecer aquí trabajando por cuenta propia... y con muchísima suerte. Créame: ser un amargado rinde.

Enrólese en el ejército de deprimidos, tome el estandarte de la rabia moral. Opine lo que la mayoría, que su espejo sea el muñeco TV3. Despedace los espantajos que le lancen, fulmine cualquier atisbo de esperanza, ríase con desdén de cualquier dato que contradiga el axioma de un mundo cada vez más pobre y más injusto, lloriquee si sabe y atribuya la culpa de lo que le sobrepase a algún grupo inabarcable: los judíos, los americanos, los machos humanos. Hable de género, chico. Solo la crítica animalista al antropocentrismo y la derridiana al logocentrismo (¡si me entiendes, me contradigo!) han llegado más lejos. No le aconsejo que aspire a tanto, pero, si lo intenta, mejor que no sea en la tele.