El momento más significativo de la semana pasada fue aquel en que el líder del PP y el del PSOE buscaron hacerse una foto dándose la mano, y anunciando su disposición a implantar un 155 más duro en Cataluña si el nacionalismo sigue con su proyecto rupturista.

La frase anterior es larga, pero les animo a leerla de nuevo. Porque, ¿en qué momento de 2014, 2015 o incluso 2016 -ya no digamos de los años 80 o 90- habría sido creíble? ¿Quién habría apostado hace unos meses por que un secretario general del PSOE, cuyo ascenso estuvo estrechamente ligado al apoyo del PSC, al no es no y a la plurinacionalidad, iba a dar una rueda de prensa prometiendo su apoyo a una nueva intervención de la Generalitat, llamando xenófobo a su nuevo presidente, y proclamando las bondades de la unidad constitucionalista?

Son movimientos que confirman algo que se viene intuyendo desde hace tiempo: que no habrá un regreso a la España pre-procés. Por un lado, porque muchos de los supuestos de aquella España quedaron dinamitados por el propio proceso independentista; por otro, porque los acontecimientos de los últimos años han alterado el nervio mismo de la opinión pública. Y, finalmente, porque Ciudadanos está logrando desplazar el marco de la política nacional hacia esa nueva sensibilidad.

Las mentes binarias verán esto como una derechización de España, como una vuelta al centralismo o como el tenebroso regreso del nacionalismo español. En realidad, a lo que asistimos es a una evolución del debate público que, poco a poco y casi a tientas, va trascendiendo esos términos. No será un movimiento que amenace radicalmente el modelo autonómico, puesto que los Estados son organismos construidos para la inercia, y los partidos políticos no buscan sino habitarlos. Tampoco significará un vuelco en la identificación ideológica de los españoles, como mostraba un reciente análisis de Kiko Llaneras y Jordi Pérez Colomé. Ni es tampoco algo que deba alentar el triunfalismo, cuando todo esto surge como respuesta a una crisis institucional todavía en curso, y al agaritamiento discursivo de nutridos sectores en Cataluña, desconectados ya -y quizá para siempre- del marco en que se mueven sus conciudadanos. Esto nunca será algo que celebrar.

Más bien se trata de dejar atrás muchos de los trampantojos que han limitado el debate público en las últimas décadas, al menos en cuanto tocaba a la relación con los nacionalismos periféricos y las élites regionales. Y es una falacia pretender que esto excluirá el debate sobre otros temas (pensiones, mercado de trabajo, educación), cuando en realidad también los engloba. De lo que en realidad se trata es de no volver a llamar “oasis” ni “éxito” a lo que en términos de desigualdad y fractura social es todo lo contrario, estemos hablando de Cataluña o de La Línea. Tener un debate público más honesto y con menos tabúes interesados.

De ahí que la perspectiva de futuro del PP sea tan mala. Su modelo sigue basándose -y ya parece imposible que se pueda basar en otra cosa- en proponer un regreso al statu quo ante-Puigdemont. Pero la realidad es terca: era en esa Cataluña anterior a Puigdemont donde Torra publicaba sus famosos artículos.