El teatro de improvisación coloca sobre las tablas un asunto cualquiera, que cuaja en un sucedáneo de guion con el pálpito de actores y espectadores. Como la vida misma, que no se ensaya. El público, durante un par de horas, disfruta del desarrollo de la existencia sin pisar charcos ni mancharse las manos. Cual Moira griega, va tejiendo el hilo de la mortalidad ajena hasta que se acaba la función. Un lujo africano el de ver vivir mientras se vive en stand by.

Me encontraba yo el miércoles desparramado en un butacón rojo de la Gran Vía. Había pagado unos cuantos euros para que un cuarteto de cómicos me estirara los mofletes hasta arrancarme una sonrisa. Y lo conseguían con muy poco. Talentosos, imaginaban las escenas a una velocidad supersónica. Todas ellas hilarantes, originales; incluso alambicadas. En la coctelera de nuestra imaginación, vertían actualidad, sexo, suspense… Una combinación perfecta para mecerse un rato, anularse y soltar una carcajada de tanto en tanto.

En ésas estaba cuando un numerito soltó alguno de mis muelles cerebrales y obligó a las neuronas a correr despavoridas de un lado para otro, transmitiendo al rostro una sensación a la que todavía no consigo poner palabras. La risa y la seriedad se pegaron, intentaron ganarse un hueco hasta que se dieron cuenta de que prefería hacer la digestión en casa, con un folio en blanco delante.

A modo de guinda, uno de los actores pidió el nombre a una chica de la segunda o tercera fila: “Clara”. Luego obtuvo algunos datos más: veinteañera, estudiante de Arquitectura y bailarina. Con ese material, los cómicos improvisaron una canción. La letra fue lineal, facilona y... “Que si te presto una brocha gorda para que dibujes, que si te pido que manejes mi compás, que si pongo en tus manos mi escuadra y mi cartabón”. Una tras otra hasta reventar el termómetro de los lugares comunes. Verso a verso, la canción de la buenorra.

El público reía. Yo también. Al principio, mucho. Creo que incluso di palmas al ritmo de la música. Hasta que algo hizo “clic”. “¿Y si hubiera sido yo? Daniel, periodista, me gusta el tenis. ¿Se habrían dedicado a bromear acerca de mis pelotas? ¿Habrían insinuado continuamente su manoseo?”.

La reflexión puede parecer obvia, oportunista, populista… Critico yo, que tantas veces he hecho esas bromas, que en tantas ocasiones las aplaudo. Ni siquiera repruebo a los actores. Ellos, como yo, como tantos otros, no tenían mala intención. Para más inri, no medían porque debían inventar al minuto. Precisamente tiene importancia por eso. Porque esas bromas saltan como resortes, incrustadas en el fondo de lo que somos. Me alegro de que aquella tarde, en el butacón, algo en mí hiciera “clic”. Hace un tiempo no hubiera ocurrido.

Las grandes mujeres que me rodean, su grito sensato... Un clima que empuja. Es importante ese matiz, el de la sensatez, porque uno de cada tres días la turba envilece. Con una palmada, como en los anuncios, perdí la ropa y quedé desnudo ante el machismo, que también es mío.