La crisis catalana ha incidido, y seguirá incidiendo durante muchos años, en algunas de las tensiones fundamentales de la España contemporánea. La más evidente es la tensión entre Estado nacional y élites regionales, pero hay muchas más: la lucha entre legalidad y voluntarismo, los cuestionables mecanismos de selección de élites, la relación de amplios sectores de la izquierda con la cuestión nacional… y, como hemos estado viendo en estas semanas, la complicada relación con el mundo allende nuestras fronteras. O, por ser más precisos, con lo que se dice o piensa de España en el extranjero.

El ejemplo más reciente de todo esto ha sido el revuelo provocado por sendos editoriales en el Times británico y en el New York Times estadounidense. Revuelo de dos caras: por un lado, júbilo entre los nacionalistas que ven cómo estos diarios hacen suya la tesis del "Estado opresor" que encarcela a dirigentes pacíficos por sus ideas. Por el otro lado, indignación entre los constitucionalistas, que ven cómo se transmite una visión tergiversada de lo que han venido haciendo los independentistas durante estos años y de la razón de sus procesos judiciales. Una indignación rematada por el hecho de que ninguno de estos periódicos propondría en sus países que el Ejecutivo se cargase la separación de poderes y abortase procesos penales por el cargo que ostentan los acusados. Si el desafío separatista ha supuesto un golpe posmoderno, la actitud que están adoptando estos diarios podría calificarse -recuperando el término de Edward Said- de orientalismo millenial.

Pero hagámonos cargo de que muchos elementos de esta ecuación no van a cambiar a corto o medio plazo. Por ejemplo: no podemos evitar que España sea un país de segundo orden en el ámbito internacional, y al que por ello mismo los grandes medios pueden destinar (aunque no siempre, por fortuna) a corresponsales tan claramente tendenciosos como Raphael Minder. Tampoco podemos evitar que la política internacional sea un espacio sobre el que el público de los países desarrollados -incluyendo el español- tiende a proyectar sus fantasías y sus anhelos, y del que se espera un máximo de épica a cambio de un mínimo esfuerzo intelectual, lo que otorga muchos incentivos para dar credibilidad al relato independentista. Ni podemos corregir -al menos antes de las próximas elecciones- la desidia e incapacidad del gobierno para contrarrestar la maquinaria propagandística del nacionalismo. Y lo que es peor: ya no podemos evitar que la conjunción de todos estos elementos siga actuando cuando comience el juicio a los líderes secesionistas, ni la enorme presión que esto generará sobre los jueces, el Estado y la opinión pública.

Lo único que la sociedad española puede hacer a medio plazo es ir revisando algunas de sus actitudes ante el mundo exterior y lo que piensa de cuanto aquí sucede. Y no me refiero a recuperar ese desdén por la opinión internacional que también ha estado en el tuétano de nuestra cultura durante mucho tiempo. La salida del cosmopaletismo no pasa por una vuelta al que inventen ellos. La cosa sería más bien abandonar esa incondicionalidad ante la fuente tan parecida a la incondicionalidad ante la firma que diagnosticó Ferlosio hace años. Es decir: comprender que el valor de cualquier editorial del Times radica en los argumentos que contiene, y no en la cabecera que lo publica. Si esos argumentos son solventes, tendrá valor, y si no, no tendrá importancia más que como descrédito de quien lo firma. Renunciar, en fin, al plus de credibilidad que se otorga a cualquier pronunciamiento sobre España que provenga del mundo desarrollado exclusivamente por quién es su emisor, y no por cuál es su contenido.

Uno quiere pensar que, si de esta crisis sale una cultura menos lastrada por los siglos de relación esquizofrénica con el concepto de Europa, todo esto habrá servido para algo.