Mohamed VI

España y Marruecos son países vecinos con derecho a puente, pero simbolizan la intermitente historia de una falsaria amistad. No hay un solo español vivo que no haya conocido alguna bronca con nuestro amigo-enemigo del otro lado del estrecho.

El roce no siempre hace el cariño. El último ejemplo está todavía caliente. Me refiero a la crisis de Ceuta y Melilla, desencadenada por la hospitalización en Logroño del líder polisario Brahim Ghali, víctima del coronavirus. Entró con nombre falso y saldrá como buenamente pueda. Tal vez por pies. No colaron las razones humanitarias ante el rey que rabió. Y es que no hay relaciones más frágiles que las de vecindad. En algún momento, Marruecos y España se han negado los buenos días, pero los respectivos monarcas no han dejado de sentirse primos, incluso hermanos.

Los reyes mayores (Hassan II, ya fallecido, y Juan Carlos I, de gran habilidad diplomática y personal) hicieron virguerías invocando razones de Estado, mientras sus países se las tenían de todos los colores. Con el jefe de Estado que mejor nos hemos llevado ha sido con Mohamed V, pero su nieto, Mohamed VI, se va de discotecas a París y pasa por España sin tocarla. Hasta para quitarse un grano va a la capital francesa, donde gusta de exhibir sus tatuajes y sus camisetas de macarra. Son trazas que le valen para pasar inadvertido.

El hijo de Mohamed VI, Moulay Hassan, es un chico tímido y elegante que ha recibido su formación en Marruecos. Mantiene excelentes relaciones con su madre, la ingeniera Lalla Salma, que vive separada del Rey y apartada de palacio para así carecer de protagonismo. Defensora de la causa de las mujeres, Lalla Salma le ha contagiado a su hijo los principios del feminismo. Moulay Hassan tiene un carácter dócil, pilota aviones y no se deja besar la mano.

Franco Battiato

Adiós, Battiato, “yo quiero verte danzar”. Siciliano, 76 años, se fue un músico de arte y ensayo, surrealista, experimental, que no se parecía a nadie aunque muchos luego quisieron parecerse a él. Y así entró en la identidad de una generación, la mía, qué le vamos a hacer. Me explico: todas las generaciones están acotadas por un signo de identidad. La del baby boom, por la coincidencia de nacimientos, la de la postguerra española, por el hambre y las ganas de comer, los piojos y las cartillas de racionamiento. También la generación millennial, la generación Z, etc.

De entre todos los signos que caracterizan a las distintas generaciones, hay uno que destaca sobre los demás: la música. Los años sesenta nos dejaron las balsámicas canciones francesas e italianas. Christophe entonaba Aline (j'avais desiné, sur le sable, ton douce visage) y Françoise Hardy decía, con voz levemente rasposa: “Tous les garçons et les filles de mon âge se promennent dans la rue de par deux”, mientras Nicola Di Bari, desde la Riviera italiana, cantaba “Il giorni dell'arcobaleno” y Nico Fidenco nos rompía el corazón con “Legata a un granello di sabbia”.

Más tarde vendría Battiato, que en casa se hizo fuerte y acabó seduciendo el oído de Martín en los viajes familiares. Todavía no había cumplido los seis años cuando un día, camino de Zamora por la A-6, divisó la gran cruz que sobresale por el skyline de la sierra de Guadarrama. El abuelo tuvo a bien satisfacer su curiosidad infantil, apuntando con el dedo hacia el Valle de los Caídos: “¿Lo ves? Pues ahí está enterrado Franco”. Martín abrió mucho los ojos y preguntó, estupefacto:

-¿Battiato?

Tamara Falcó

Una de estos días, en la hora bronca de la sobremesa, apareció en la tele Tamara Falcó, marquesa de Griñón por la gracia de Dios y del Gotha. Cruzó la secuencia como una exhalación, con una velocidad que ni el mismísimo Usain Bolt, el hombre de la zancada de oro. Pero no era Bolt sino Tamarita Falcó, seguida por una tropa de paparazzi que le pisaba los talones.

Vestía un abrigo largo de color camel sobre un conjunto de pantalón y blusa blanca que le proporcionaba un aire suave y elegantón. Echándole un poco de fantasía, cualquiera habría podido dibujar en su mente las líneas maestras del outfit de Tamara abriendo sus alas en mitad de la noche.

Tamy desapareció al doblar una esquina, engullida por la tropa de reporteros que la seguían. Luego supe que el motivo de la persecución era un rumor aireado en las revistas del ramo según el cual, el apuesto novio de Tamara, Íñigo, un guaperas del barrio (Salamanca, supongo) habría sido visto en varias ocasiones con una venezolana de trapío. Culebrón habemus.

La persecución fue a disolverse en las estribaciones de Puerta de Hierro y allí, Tamara desapareció en combate. Lista que es ella. En cuanto al novio, hay que esperar.

Tamara e Íñigo, profundamente molestos, han comunicado que piensan tomar medidas legales por el escrache de los medios de comunicación. En cuanto al rumor venezolano, la verdad terminará por dar la cara. El amor siempre impone sus axiomas: tonterías, las justas.

Pere Aragonès

Ya tenemos president. Joven pero dispuesto a culminar la tarea de la independencia, si el tiempo y la autoridad competente lo permiten. Ítem más: si los de Junts no tocan mucho los bemoles. Ahora, a tocar madera.

El año que vio nacer a Pere Aragonès i García fue el mismo que los socialistas ganaron por primera vez las elecciones. Pere no puede recordarlo, pero aquella victoria quedó inmortalizada en una foto famosa: la de Felipe González y Alfonso Guerra posando para la historia desde una ventana del hotel Palace.

Alfonso y Felipe juntaban sus manos en alto y empuñaban una rosa roja para brindar ante la multitud que bramaba a sus pies. Eso ya le sonará a Pere Aragonès, nacido en Pineda de Mar (casi Salou) en el seno de una familia que hasta entonces había sido mitad franquista y mitad convergente. No es coña, pero en esa tierra todos fuimos franquistas hasta que se inventó Convergencia.

La familia de Pere era rica y el abuelo tenía el hotel más grande de España. Los pueblos de la Costa Dorada vivían muy volcados en la hostelería. Era su salida natural. El padre del 131 presidente de la Generalitat fue concejal de CDC en el ayuntamiento de Pineda, pero ya entonces su hijo pertenecía a las juventudes de Esquerra Republicana. De ahí no se movió.

Su mujer, Janina, también pertenecía a un grupo de jóvenes nacionalistas, pero más del bando de Puigdemont (el pastelero carlista, que dice mi novio de Cuenca). No hace falta añadir que se entendían muy bien, aunque se hubieran conocido militando en distintas formaciones.

Tres meses después de las elecciones del 14 de febrero, tras unas rocambolescas negociaciones de ERC con JxCat, el viernes pasado llegó la investidura. Ahora, a rezar, como manda mosén Oriol, que le dedicó al nuevo president un elocuente abrazo mirando al tendido de la historia: “Con Pere hemos recuperado por las urnas lo que nos quitaron hace ochenta años por las armas”.

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