Opinión El merodeador

Merodeos

16 septiembre, 2016 01:20

Barberá o la punta del iceberg corrupto

Horas antes de que los populares valencianos promovieran en las Cortes autonómicas una iniciativa para exigir a Rita Barberá que devuelva el acta de senadora territorial, el levantamiento del secreto de sumario del caso Imelsa dejaba patente hasta qué punto la corrupción política parece incardinada en la historia de esta organización.

Las conversaciones intervenidas a un ex alto cargo de la Diputación de Valencia que según su propia confesión recaudaba comisiones a cambio de adjudicaciones públicas, no sólo confirmarían la financiación ilegal del PP, sino la implicación en esta trama del expresidente de la Generalitat Francisco Camps, del ex vicepresidente y diputado nacional Gerardo Camps, del exconsejero de Educación Alejandro Font de Mora y del presidente provincial del partido, Vicente Betoret, entre otros.

Francisco Camps ha negado taxativamente cualquier relación con este asunto. Sin embargo, sea cual sea el desenlace de la investigación judicial, la sombra de la sospecha ya se cierne sobre dirigentes que aún tienen importantes responsabilidades en el PP valenciano. En este sentido, y aun poniendo en valor la presunción de inocencia, el hecho de que Font de Mora y Betoret formen parte del mismo grupo parlamentario que pide la salida de Barberá del Senado para limpiar la imagen del partido resulta ilustrativo de lo difícil que es para el PP de la Comunidad Valenciana romper con un pasado no precisamente ejemplar.

De confirmarse la existencia de cinco cajas b, la lucha entre clanes por acaparar las comisiones y la conexión de la trama valenciana con otra nacional, quedaría claro que el pitufeo en Valencia, por el que será investigada Barberá, es sólo la punta del iceberg. Al PP nacional le toca ahora decidir si se adelanta en la depuración de responsabilidades políticas o si vuelve a ir a remolque de la investigación.

El dilema ético de una pretensión extrema

El caso de la médico Lina Álvarez, la mujer de 62 años que en poco menos de un mes tendrá una hija gracias a la reproducción asistida, plantea un dilema ético. Para algunos, Álvarez es una mujer luchadora que pelea por cumplir su deseo de ser madre. Para muchos otros, se trata de una "aberración" y de una decisión egoísta.

Desde un punto de vista legal, Álvarez no ha hecho nada malo. La legislación sobre reproducción asistida regula la edad mínima de la mujer, que se establece en 18 años, pero no se establece un límite superior. Esto significa que una mujer podría ser madre con 95 años. Sin embargo, el hecho de que las propias clínicas de reproducción asistida hayan desarrollado un código de autorregulación, que desaconseja llevar a cabo este tipo de prácticas en mujeres mayores de 50 años, pone de relieve las reticencias de la comunidad médica.

Es evidente que existen razones de peso para desalentar la reproducción asistida en mujeres que superan los 50. Para empezar, el riesgo al feto y a la madre aumenta considerablemente tras la menopausia, y aun suponiendo que no haya problemas médicos, el 'efecto llamada' que el caso de Lina Álvarez pueda causar también es preocupante. Una gestación en estas condiciones trasciende el ámbito de la decisión personal en la medida en que puede tener repercusiones en el ámbito de la sanidad pública y de las prestaciones del Estado.

¿Son estas razones suficientes para llamar a la madre de 62 años irresponsable? Y en caso de que así fuera; ¿se debería imponer un límite de edad legal para la reproducción asistida?

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