Nunca lo diremos bastantes veces. Estados Unidos tenía veinte veces menos tropas en Afganistán que en Japón. Diez veces menos que en Alemania. Menos efectivos que en Italia, España, Corea del Sur y el Reino Unido. 

Se había vuelto militarmente inexacto afirmar que la fuerza presente en Afganistán, que además ya no estaba en misión de combate desde 2014, estaba empantanada en una guerra sin fin

Y en el último Afganistán que conocí, unos meses antes de la debacle de agosto, este despliegue, ya casi simbólico, era suficiente para intimidar a los talibanes y permitir la existencia de una sociedad civil; el desarrollo de una prensa libre, y que las mujeres que lo desearan se liberasen de su burka y se emanciparan. 

Cuatro soldados talibanes patrullando las calles de Kabul. Efe

¿Por qué Trump y luego Biden decidieron sacrificar estos avances? ¿Siguiendo qué incomprensible lógica abandonaron un despliegue estratégico que cada vez era más barato y les deparaba efectos cada vez más valiosos sobre el terreno? Los historiadores nos lo dirán. 

Por el momento, tengo las noticias de amigos, fixers o antiguos compañeros que trabajaron en Kabul News, la revista que impulsé en 2002 en francés, darí y pastún, y con los que he seguido en contacto. 

Y lo que me cuentan es escalofriante. 

Para los periodistas, Afganistán ha vuelto a ser uno de los países del mundo, junto con Siria y Somalia, donde más se censura, se tortura y se mata. Mi amigo Saad Mohseni me dijo este 12 de noviembre, que su canal de televisión, Tolo News, más o menos protegido por los medios de comunicación internacionales, sigue funcionando, pero con la condición de evitar los programas musicales y las series "provocativas".

La antigua redacción de Kabul News está refugiada en domicilios seguros. La de Kabul Weekly, el periódico que, tras el 11 de septiembre, creó mi otro amigo, Fahim Dashty —excompañero de Masud—, asesinado el 5 de septiembre en el Panshir por un avión no tripulado pakistaní, está siendo perseguido por la policía.

Soldados talibanes patrullando en las calles de Kabul, Afganistán. Reuters

Y el Ministerio del Interior, apoyado por la red Haqqani, a su vez inseparable de Al Qaeda, acaba de relanzar Shariat, un semanario que fomenta la criminalidad y cuyos lectores son invitados de manera explícita a denunciar a "individuos sospechosos" de su calle, su edificio, su entorno. 

Para las mujeres, todo el país vuelve a ser un espacio invivible. Aquí, en Mazar-e Sarif, se trata de la activista Frozan Sanfi. Encontraron su cadáver el 6 de noviembre, junto con el de otras tres mujeres, en una casa abandonada. Allí, cerca de Kandahar, una joven recibió una falsa llamada para ir a un puesto de control y, desde allí, tener la oportunidad de que la sacaran del país y la llevasen a Irán. No la encuentran.

Se han reanudado las lapidaciones en los pueblos. El Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Represión del Vicio ha vuelto, y en las ciudades medianas, se persigue a las mujeres que caminan sin velo. Y aunque las normas en las instituciones académicas no siempre son claras, las que aún toleran la presencia femenina, como las de Kabul, lo hacen con condiciones de lo más estrictas: se impone el uso de un abaya, que tape todo el cuerpo para poder entrar en el campus; la obligación de llevar un niqab, que solo deje ver los ojos; en los casos en que las clases sigan siendo mixtas, salas separadas con una cortina, y la obligación, al final de la sesión, de esperar a que los varones hayan abandonado la clase antes de salir ellas.

En cuanto a los sectores de la sociedad civil a los que los observadores occidentales prestan menos atención, el desastre no tiene paliativos. Por ejemplo, el asesinato a finales de agosto en la provincia de Baglán del músico de música tradicional Fawad Andarabi, cuyo único delito fue cantar sobre la belleza de su valle.

Hace unos días, durante una boda en Sorkhood, al este del país, un comando talibán irrumpió en la sala donde unos jóvenes tocaban música, disparó contra la multitud, mató a dos personas e hirió gravemente a otras dos. Otro ejemplo, el del cómico Khasha Zwan, al que conocí brevemente cuando estuve en el país en una misión del presidente Chirac en 2002.

Su familia me relata su calvario: como se burlaba de los nuevos amos del país en los vídeos que colgaba en TikTok, un grupo de personas se presentó en su pueblo; le cortaron los músculos del brazo; lo lincharon; le dispararon en la cabeza, como a un animal. Y no hablemos de la memoria de las minorías étnicas (los hazara de Bamiyán, sistemáticamente perseguidos) o sexuales (aquel amigo gay, denunciado por su propia familia, cuyo nombre se añadió a una larga lista negra y que, a la espera de una hipotética evacuación a Europa, se esconde en los suburbios de Kabul). 

Los talibanes siguen siendo prudentes. 

Intentan cerrar las negociaciones para suavizar las sanciones que azotan al Banco Central e impiden el trabajo de las ONG. 

Y quizás sea inevitable en el umbral de un invierno que corre el riesgo de sumir al país en una hambruna sin precedentes

Pero las cosas como son. Oscurece sobre Afganistán.

Y las democracias que pretenden reparar el inmenso error geopolítico que supuso este Saigón autoinfligido, este Múnich americano, ahora solo tienen un único deber: animar, apoyar y, si es necesario, armar a quienes, como el joven Ahmad Masud, con quien también he mantenido contacto regular, lamentan esta barbaridad y organizan la resistencia desde el Panshir. 

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