El presidente de la República tiene razón.

Sin duda, el mundo se está asalvajando con el triunfo de las redes sociales.

Son cinco los motivos que lo explican.

1. La inmediatez de los pensamientos que se expresan en las redes. El hecho de que ya no estén sujetos a la más mínima prudencia, filtro y, literalmente, a ninguna clase de mediación. Y de ahí viene su afinidad con ese discurso demasiado crudo, demasiado presente a sí mismo, demasiado vivo, que Hegel decía que era una de las fuentes de la violencia y el salvajismo entre los hombres.

2. La trampa de estas redes es que, lejos de socializarnos, como su nombre indica, lo único que hacen es desocializarnos. La ilusión de esos supuestos amigos que nos quieren con un clic, que nos dejan de querer en otro y cuya multiplicación es la señal de que, como los no ciudadanos de Saint-Just, ya no tenemos amigos...

La falsa riqueza, las monedas de chocolate, que se miden en “likes” y “followers” que, supuestamente, dan valor a nuestra vida, y en realidad nos confinan en una soledad sin precedentes... En definitiva, el reinado de un narcisismo que marca la ruptura, so pretexto de la conectividad, con todo lo que componía las comunidades, la solidaridad y la fraternidad de antaño...

3. Conocemos la historia del famoso obispo Denis, decapitado por los bárbaros, pero que subió a la colina con la que compartía nombre con su propia cabeza cortada bajo el brazo. Con la maquinaria de la red, asistimos a un fenómeno similar, pero a escala humana. Aquí no son nuestras cabezas, sino nuestros recuerdos. No los llevamos bajo el brazo, sino en la palma de la mano, o en el fondo del bolsillo, ya que dejamos en manos de nuestros teléfonos la tarea de devolver a la conciencia informaciones, situaciones y fragmentos de recuerdos que tenemos a bien olvidar porque la tecnología los convoca a voluntad.

La trampa de estas redes es que, lejos de socializarnos, como su nombre indica, lo único que hacen es desocializarnos

Y en esta “expatriación”, en esta “exfiltración”, en esa cesión a las máquinas de la facultad de recordar, hay un acontecimiento antropológico que nos conduce a lo siguiente: a la atrofia inexorable de la memoria, que sabemos, desde Platón, que, para los humanos, es uno de los lazos más fuertes y más aptos para conjurar lo peor.

4. La voluntad de verdad. Esta voluntad también genera un vínculo entre las personas. Y en el reconocimiento de una verdad cuya preocupación es al menos compartida, hay otra razón real que les impide matarse los unos a los otros. Pero ¿qué es una red social? Es el espacio en el que se está desplegando un cambio progresivo cuyos efectos todavía no se han medido de manera suficiente.

Se comienza diciendo: “Todo el mundo tiene el mismo derecho a expresar sus creencias”. Después se sigue diciendo: “Todas las creencias expresadas tienen el mismo derecho a gozar del mismo respeto”. Después: “Si son igual de respetables, es porque son igual de válidas, adecuadas, valiosas”.

Y así, partiendo del deseo de democratizar el “valor de verdad”, que tanto le gustaba a Michel Foucault, pensando en dar a todo el mundo los medios técnicos para contribuir a las aventuras del conocimiento, hemos creado un mentidero globalizado en el que nada permite ni jerarquizar ni siquiera distinguir entre lo que es razonable y lo que es delirante, entre la información y los bulos, entre el deseo de verdad y la pasión de la ignorancia.

Se trata del retorno, con un poco de elegancia griega, de aquellos famosos sofistas que afirmaban que lo que antes se consideraba “la” Verdad ahora es una sombra difusa en una noche en la que todas las ilusiones son grises. Y, en esta profusión oscura y vociferante en la que se han convertido las redes sociales, la verdad de cada cual es tan válida como la de su vecino y tiene derecho a disponer de todos los medios, absolutamente todos, aunque sean violentos e incluso salvajes, para imponer su propia ley.

Vamos partiendo del deseo de democratizar el “valor de verdad”, que tanto le gustaba a Michel Foucault

5. Y, por último, esta idea. Recordemos el “panóptico”, noción elaborada a partir de las prisiones, que planteó el utilitarista inglés del siglo XVIII Jeremy Bentham, cuyo principio era una torre de vigilancia central que permitía al guardia ver sin ser visto y a los reclusos, repartidos en los pasillos que salen de la torre y la rodean, vivir bajo su mirada.

La originalidad de las redes sociales es que ese ojo que nunca se cierra, que vigila los cuerpos y penetra en las almas, que viola su interioridad haciéndola transparente para quien quiera; ya no es el ojo de un guardia, de un jefe, de un amo, sino de cada individuo.

La novedad es que este proyecto de verlo todo, conocerlo todo y adentrarse en el corazón y la intimidad de los seres humanos está al alcance de cualquiera de nuestros vecinos de la red. Y esta mecánica neobenthamiana, en la medida en que permite a los amos espiar a los súbditos, pero también a los súbditos espiar a los amos y a cualquiera de nosotros vigilar o castigar a cualquier persona, instaura un nuevo régimen político que no puede calificarse ni propiamente de democrático ni claramente de autocrático.

Ahí está la tentación de llamarlo, por la tiranía de la mirada que impone y el placer voyeurista que establece, “escopocrático”, y que viola una de las leyes más antiguas de la Historia, enunciada desde las tragedias de Epidauro y Olimpia: “Humanos, a riesgo de quedaros ciegos o, peor aún, de salpicaros con su sangre, no os asoméis tanto a ese otro lado del espejo que es el cuerpo animal de vuestros semejantes”.

Los trágicos no se equivocaron. Porque, de la rabia escopocrática, surge una maldición. Una furia denunciante que muy pocas veces se ha visto en la historia de la humanidad. Un clima de justicia popular que se mueve a la velocidad de la luz viral de una red en pleno rendimiento y crea una humanidad sedienta, como los dioses de Anatole France, no de sangre, sino de ruido.

Y al final de este cuerpo a cuerpo, donde cae otra cabeza, casi a cada momento, en el cesto panóptico de los nuevos cuervos, hay una guerra de todos contra todos, cuyo salvajismo ningún Hobbes había imaginado.

¿Cómo saldremos de esta pesadilla? No lo sé.

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