Punto de inflexión: Harmony, la primera robot sexual con inteligencia artificial, llega a los consumidores este año.

Cuando todavía era una niña, antes de toparme con la palabra "sexo" (que en japonés se escribe con los puntiagudos caracteres katakana y suele referirse a la relación sexual entre personas de distinto sexo), el concepto no existía en mi mundo. A diario me veía fascinada por mi propio cuerpo. Cuando tenía unos tres años, recuerdo que me exploraba. Cuando exploraba ciertas partes, el agua en mi interior parecía convertirse en gaseosa y burbujeaba, y de repente se evaporaba por todo mi cuerpo. Esto tuvo un profundo impacto en mí. Llamé a mi extraño y maravilloso descubrimiento "eppi", una palabra inventada que me sonaba adorable y misteriosa. Tenía una especie de timbre electrónico que yo pensaba que encajaba de algún modo con esa sensación.

Cuando empecé el colegio, había una columna en una revista manga que solicitaba a los lectores que escribieran hablando de sus inventos. Me pregunté si debía escribirles sobre la invención de "eppi", pero luego lo pensé mejor: quizá no debía permitir que los adultos supieran de la existencia de este increíble descubrimiento en mi cuerpo (y quizá en el de cualquiera, aunque hasta el momento yo solo lo había probado en mí misma), no de momento. Probablemente a nadie se le ocurriría, ni en sueños, que el agua de su cuerpo se podía convertir en gaseosa, así que pensé que nadie me creería. Y pensé que cuando fuera mayor, me haría investigadora y dejaría que el mundo entero conociera este increíble descubrimiento.

En aquel entonces, creía que lo que había por dentro y por fuera de mi piel era una misma cosa, sin límites. El mundo infinito dentro de mi cuerpo era tan misterioso como los confines del universo. Soñaba con el día en el que todos correríamos de allá para acá juntos, explorando el mundo en el interior de nuestros cuerpos.

Cuando estaba a punto de cumplir 10 años, ese sueño fue destruido. Por casualidad, leí una columna en una revista para adultos solicitando a los lectores que enviaran sus experiencias eróticas. En ella, encontré el relato de un chico que había visto a una compañera de clase masturbándose. Esto fue un shock para mí en muchos aspectos. Por un lado, "eppi" ya tenía un nombre extraño. Y a la chica del instituto sobre la que el chico había escrito, no la trataban con respeto por hacer algo increíblemente emocionante, sino como algo que exhibir, sucio y lascivo. De repente, me sentí avergonzada de todo esto y, sobre todo, triste.

No podía rebelarme contra el mandato invisible. Lo escuchaba continuamente. ¡Deja de soñar despierta y ten sexo como es debido con un ser vivo!

Después de eso, el mundo me instruyó de muy diversas formas sobre la palabra sexo y el acto en sí. La aventura de buscar un tesoro sin forma dentro de mí se acabó, y dejé de creer que lo que había por dentro y por fuera de mi piel era una misma cosa. Sentí que la naturaleza del sexo ya se había decidido muchos milenios antes. Empecé a escuchar un potente mandato invisible de seguir la corriente y tratar el sexo del mismo modo que todos los demás.

Mi yo infantil tenía otro sueño ferviente que acabó de forma similar. Soñaba con amar a seres ficticios que vivían en una historia y establecer una relación sexual con ellos. Creía que algún día la ciencia haría ese sueño realidad. Sin embargo, cuando estaba en la universidad, recuerdo a la gente burlándose de un vídeo porno de una chica que tenía relaciones sexuales con chicos de películas anime. Todos se reían de la chica. Eso no era amor, decían, era solo masturbación repugnante, y era asqueroso, ridículo y daba vergüenza ajena.

No podía rebelarme contra el mandato invisible. Lo escuchaba continuamente. ¡Deja de soñar despierta y ten sexo como es debido con un ser vivo! ¡Compórtate como una virgen inocente de las que encantan a los chicos! ¡Compórtate como una buena chica que muestra su lado lujurioso solo a su Alma Gemela! ¡Y procrea!

Turning Points: Global Agenda 2020. The New York Times

Puede que mi forma de pensar se hubiera quedado bloqueada, pero los protagonistas de las historias que escribía seguían involucrándose en retos extraños. Tenían relaciones sexuales con la Tierra, o se casaban con el acuerdo de no tener relaciones sexuales nunca, o creaban finalmente un mundo en el que no había sexo y se mudaban allí.

"Sayaka, eres joven, y por eso escribes estas cosas. Cuando experimentes el verdadero éxtasis, estamos seguras de que dejarás de escribir este tipo de historias. Todavía eres joven e ignorante", me dijeron dos japonesas exasperadas. Ambas tenían cincuenta y muchos años.

"Es terrible. Escribes este tipo de historias, pero ¿qué harías si el sexo realmente desapareciera de este mundo?" Esto me lo dijo un hombre.

También ha habido gente que me ha dicho: "Escribes estas cosas porque estás amargada con el mundo, ¿no? O: "¿Te pasó algo cuando eras pequeña?"

En cien años, o en mil, puede que la gente ni siquiera se empareje. O que la palabra "sexo" desaparezca.

Y en ese momento lo comprendí. Mucha gente tenía miedo, de muchas formas distintas. Querían que les reafirmaran, y por eso insistían en tener historias que pudieran entender sobre cosas que eran imposibles de entender. Tras el mandato invisible que me había estado atormentando todo ese tiempo se encontraba la gente angustiada, con miedo al cambio e incapaz de pensar, exactamente igual que yo.

En el momento en que me di cuenta de que la presión que sentía no venía de Dios, la palabra "sexo" salió atropelladamente de su prisión, como si hubiera estado esperando el momento. Empezó a tener un significado distinto, a resonar en mí. Igual que en el caso de "eppi" que, en lo que a mí me concernía, era mío y significaba algo únicamente para mí.

Me di cuenta de que mi sueño de la infancia se había hecho, de algún modo, realidad. Ya me encontraba en el mundo misterioso que soñé una vez, en el que los descubrimientos continúan eternamente. Había estado allí desde el principio, pero estaba distraída con información ilusoria y con las ideas preconcebidas de otros.

En cien años, o en mil, puede que la gente ni siquiera se empareje. O puede que la palabra "sexo" desaparezca y nos exploremos a nosotros mismos de nuevo en un reino liberado del lenguaje. Las personas somos criaturas extrañas y no tenemos ni idea de cómo cambiaremos en el futuro (para mí, esto es maravilloso): pero también creo que seguiremos redescubriendo ese extraño milagro dentro de nosotros, más allá del otro mundo dentro de nuestros cuerpos, que se propaga sin límites bajo nuestra piel.

*Sayaka Murata es novelista y autora de 'La dependienta', que obtuvo el galardón literario más prestigioso de Japón, el Premio Akutagawa. Este ensayo ha sido traducido del japonés por Ginny Tapley Takemori.

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