En menos de diez años, el mundo ha pasado de temer nuevos colapsos financieros a estar más preocupado por la caída de las democracias.

En 2008, nos angustiaba pensar qué economía sería la siguiente en derrumbarse o si la próxima crisis bancaria acabaría con los ahorros de los ciudadanos. Pero la Gran Recesión no fue tan larga como temíamos. Las economías más castigadas se han recuperado o están en proceso de hacerlo.

Lo que no ha vuelto a su estado previo a la crisis es la política. Los partidos -esenciales para cualquier sistema democrático sólido- se están convirtiendo en algo así como especies en peligro de extinción.

Las secuelas de la recesión económica han allanado el camino al triunfo de líderes políticos no tradicionales como Donald Trump y han hecho viables algunas ideas antes inimaginables, como el brexit.

Otras tendencias también han arraigado en Occidente. A medida que los salarios se han estacando o incluso disminuido en los Estados Unidos, Gran Bretaña y otras democracias económicamente avanzadas, la clase media, muy afectada, ha empezado a culpabilizar a la robotización y la globalización. La inmigración y el comercio mundial han pasado a ser vistos como costosas desventajas de la integración internacional.

Incluso los mercados emergentes, con economías en crecimiento y registros espectaculares de reducción de la pobreza, como Brasil, se han enfrentado a retos como el malestar de una ciudadanía que, armada con las redes sociales y las nuevas tecnologías, está decepcionada con sus gobiernos.

En los países en vías de desarrollo es normal que las expectativas de la gente crezcan más rápido que la capacidad del Estado para cumplirlas. El dinero escasea y las instituciones públicas son ineficientes. Las vidas de cientos de millones de personas en Asia, América Latina y África están mejorando, pero eso no supone que los ciudadanos estén satisfechos. Y ha quedado claro que el progreso económico y la prosperidad no siempre compran estabilidad política.



La ola global de indignación política que está barriendo a países ricos y pobres por igual está también alimentada por una recién estrenada intolerancia hacia la corrupción. En los últimos diez años, las sociedades que convivían con la corrupción como elemento cotidiano han pasado a desarrollar un alto nivel de intolerancia al saqueo del dinero público y han expulsado a políticos antes intocables. En Brasil, India, Rusia y España, los ciudadanos han tomado las calles para denunciar la corrupción de los poderosos.

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Los presidentes son habitualmente los líderes de los partidos políticos tradicionales. Cada robo que se le imputa a uno de estos líderes es una mancha más para los partidos. El prestigio de las formaciones políticas tradicionales está decreciendo.

Los partidos ya no son vistos como un hábitat natural para idealistas, sino para oportunistas, arribistas de verborrea fácil y, a menudo, hipócritas. El desdén hacia la política tradicional, y por lo tanto hacia los partidos del status quo, es intenso, generalizado y global. Esta es la razón por la que los antisistema y el rechazo a la política tradicional y sus líderes es tan popular hoy en día.

El caso de Tiririca lo ilustra a la perfección. En 2010, Francisco Everardo Oliveira Silva, conocido profesionalmente como el payaso Tiririca, se presentó como candidato a un escaño del Congreso de Brasil. Su mensaje durante la campaña, que siempre realizó disfrazado, fue muy honesto y directo: “No sé lo que hace un diputado del Congreso, pero si me mandáis ahí os lo explicaré”. Tiririca explicó que su objetivo era “ayudar a la gente necesitada de su país… y especialmente a mi familia”.

En aquel momento, parecía muy sencillo descalificar la candidatura de Tiririca y circunscribirla a un movimiento antisistema que sólo podía crecer al amparo de una democracia joven como la brasileña. Pero no fue así. El sentimiento que dio la victoria a Tiririca es el mismo que impulsó el triunfo político del humorista Beppe Grillo en Italia o el de Trump, que era presentador de un reality en televisión.

Los dos (Grillo y Trump) fueron capaces de socavar el poder de los partidos dominantes. Mientras que el Grillo, del Movimiento Cinco Estrellas, desestabilizó la maquinaria política italiana presentándose como un outsider, Trump lo hizo desde dentro, orquestando un toma hostil del Partido Republicano. En sus mensajes, Trump pidió "drenar el pantano" de Washington. Grillo denunció a una "casta" política que, en su opinión, hizo caer a Italia. Los carteles de los manifestantes en Brasil pedían que "los echen a todos (los políticos)”. Hay ejemplos similares en todo el mundo.

Los llamamientos de hoy en día a favor de un nuevo orden político incluyen siempre la derrota de los partidos políticos tradiciones y sus líderes. Y en muchas ocasiones es una reivindicación legítima. Las organizaciones corruptas e ineficientes necesitan ser sustituidas.

Pero muchos activistas albergan la idea equivocada de que la respuesta necesaria está en organizaciones no gubernamentales, o en movimientos laxos y poco jerarquizados.

Las democracias necesitan a los partidos políticos. Necesitamos organizaciones de gobierno que se ven forzadas a articular propuestas transversales para intereses y visiones diferentes, que puedan reclutar a futuros líderes de gobierno y controlar a los que están ejerciendo ese poder.

Los líderes políticos deben tener una postura clara sobre la educación, la proliferación de armas nucleares, la Sanidad o la agricultura. Y deben tener puntos de vista bien articulados sobre la lucha contra el terrorismo y la regulación bancaria, entre otras cuestiones de la vida política. Los partidos son lugares de entrenamiento naturales para los líderes del futuro.

Para sobrevivir, los partidos políticos deben recuperar la capacidad de inspirar y movilizar a las personas, especialmente los jóvenes, que de otra manera podrían renegar de la política o canalizar sus inquietudes políticas a determinados grupos de interés. Los partidos deben estar dispuestos a revisar sus estructuras, su mentalidad y sus métodos para adaptarse a un nuevo mundo. También necesitamos llevar la renovación de estas organizaciones a cualquier debate sobre la política contemporánea.

En los diez años transcurridos desde el estallido de la crisis económica, casi todas las actividades que realizamos (comer, leer, comprar, salir, viajar y comunicarse) se han visto afectadas por el impacto de las nuevas tecnologías en nuestras vidas. Todo, salvo la forma en la que nos gobernamos a nosotros mismos.

Necesitamos un verdadero cambio que atraiga a los partidos políticos democráticos al siglo XXI.



*** Moisés Naím es miembro de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, exministro de Comercio e Industria de Venezuela y autor del libro 'El fin del poder'.

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