En los 45 años en los que he trabajado en política exterior, he sido consciente de una verdad muy simple: la capacidad de América para liderar el mundo depende no sólo del ejemplo de nuestro poder, sino del poder de nuestro ejemplo.

Las raíces de la democracia estadounidense se basan en la creencia de que todo hombre, mujer y niño tienen el mismo derecho a la libertad y a la dignidad. Aunque Estados Unidos está lejos de ser un país perfecto, nunca hemos renunciado a cumplir con los valores fundacionales de nuestra nación.

El constante empeño de vivir conforme a nuestros ideales se ha convertido en un gran valor que ha atraído a generaciones de luchadores y dreamers, enriqueciendo nuestra población. A lo largo y ancho del mundo, otras naciones imitan nuestro modelo porque saben que EE.UU. no sólo protege sus propios intereses, sino que intenta satisfacer las aspiraciones de todos.

Este ha sido el pilar fundamental de la política exterior norteamericana que he conocido durante toda mi carrera, hasta hace poco.

En todo el mundo, incluso en Estados Unidos, estamos viendo el renacer de una visión obtusa y cerrada del mundo. El presidente Trump mantiene una relación cercana con aliados históricos como Alemania, pero al mismo tiempo expresa admiración por gobiernos autócratas como el de Vladimir V. Putin que amenazan nuestras instituciones democráticas.

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En lugar de construir desde una narrativa basada en la libertad y la democracia que inspire a los pueblos a reunirse, esta Casa Blanca presenta los temas de política externa como una cuestión de todo o nada: para que EE.UU. tenga éxito, otros tienen que perder. Entre los muchos problemas que afectan a la política exterior de la Administración Trump, esta línea de pensamiento es quizás la más preocupante.

Durante un discurso el pasado mes de julio, Trump dijo: “La cuestión fundamental de nuestro tiempo es si Occidente tiene la voluntad de sobrevivir”. Esta frase divide el mundo en dos: “nosotros” y “ellos”. Desde el periodo de entreguerras, ningún político americano de primer nivel había definido nuestros intereses de una forma tan estricta e inflexible.

Episodios como la lamentable defensa que hizo Trump de los supremacistas blancos y neonazis que desataron el odio y la violencia en Charlottesville (Virginia) provoca que el liderazgo moral de nuestra nación flaquee todavía más. Ni siquiera en la época de las leyes racistas de Jim Crow un presidente de EEUU había tergiversado tanto nuestros valores.

Más recientemente, la orden de la Administración Trump de suspender el programa DACA (Acción Diferida para los Llegados en la Infancia) castiga a la gente joven que llegó aquí gracias a sus padres inmigrantes, muchos de los cuales no conocen otro hogar que no sea este, y delata una crueldad innecesaria que debilita aún más la posición de EE.UU. en el mundo.

Cuando el secretario de Estado Rex W. Tillerson dijo que era importante “entender la diferencia entre política y valores”, ignoró lo que convierte a Estados Unidos en un país único. Y en un momento en el que los valores democráticos están amenazados en todo el mundo -desde los ataques populistas que debilitan la confianza en las instituciones democráticas hasta los líderes que tratan de reafirmar su poder cerrando espacios a la sociedad civil y recortando derechos a los ciudadanos- el mundo no puede permitirse que EE.UU. se rinda a la intolerancia y el anti liberalismo.

Situar de nuevo los valores democráticos de EE.UU. en el centro de nuestra política exterior no significa que debamos imponer nuestros principios en el extranjero o renunciar a hablar con países cuyas políticas son contrarias a esos principios. Siempre habrá momentos en los que mantener la seguridad de los estadounidenses requerirá colaborar con aquellos que no nos caen bien. Pero incluso cuando tengamos que tomar esas decisiones difíciles no podremos olvidar quiénes somos y qué futuro queremos.

Recuperar nuestros valores empieza con defenderlos en casa -integración, tolerancia, diversidad, respeto al Estado de derecho, libertad de expresión, libertad de prensa. Si estos son los principios democráticos que queremos para todo el mundo, Estados Unidos debe ser el primero en imitarlos para convertirse en modelo a seguir.



Estos son también los valores que nos unen a nuestros socios más cercanos, los amigos de los que dependemos para hacer frente a los grandes desafíos globales. Tienen que confiar en que Estados Unidos continuará apoyándolos y defendiendo la democracia.

Hacer bandera de esos valores significa también que denunciaremos aquellos casos en los que un país no respete los derechos de sus ciudadanos. Si hay líderes que reprimen a su propio pueblo, tenemos que tener claro que eso limita nuestra capacidad para cooperar con ellos. Podemos cumplir con las normas de seguridad nacional sin dar luz verde a los dictadores que abusan de los derechos humanos universales.

Finalmente, una política exterior construida sobre nuestros valores debe mantenerse firme ante las potencias extranjeras que aprovechan el retroceso en el liderazgo de EEUU como una oportunidad para aumentar su influencia. Sin EE.UU. no es un baluarte de la democracia global, fuerzas anti liberales como Rusia tomarán medidas cada vez más duras para perturbar el orden internacional, amenazar a sus países vecinos y volver a un mundo más dividido.

Desde el Plan Marshall, después de la II Guerra Mundial, hasta nuestras alianzas de posguerra en Asia Oriental, los líderes tanto del Partido Republicano como del Demócrata han adoptado una visión del liderazgo de EE.UU. que promueve un planeta más seguro, integrador y solidario. Ese ideal ha convertido al mundo en un lugar más próspero para los estadounidenses y el resto de ciudadanos.

La comunidad internacional todavía necesita una América fuerte y democrática que guíe el camino al resto. Y la buena noticia es que Estados Unidos continúa siendo mejor que cualquier otro país para definir la dirección del siglo XXI. Pero para tener éxito, no podemos abandonar los principios por los que tanto hemos peleado en las últimas siete décadas, ideales que han reafirmado el liderazgo de EE.UU., provocando grandes mejoras en la historia de la humanidad.

No podemos definir a los estadounidenses por cómo son, de dónde vienen, a quién aman o a quién rezan. Solo nos definen nuestros valores democráticos. Y si perdemos eso de vista, tanto en casa como fuera, ponemos en peligro el respeto que ha hecho que Estados Unidos sea la nación más grande de la Tierra.

*** Joe Biden es ex senador demócrata de Delaware, fue el 47º vicepresidente de Estados Unidos. Imparte clases en la Universidad de Pensilvania, donde también dirige el Centro de Diplomacia y Compromiso Global de Penn Biden.

© 2017 Joe Biden. Distributed by The New York Times News Service & Syndicate.

 

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