El síndrome de la impostora: les sonará, en carnes ajenas o propias. Seguro que han visto a alguna mujer brillante, docta, experta, fabulosa en alguna materia en la que lleva formándose media vida sintiéndose una intrusa, una conferenciante “ilegítima”, una caradura que no tiene la validación suficiente como para tomar ese micrófono, como para ejercer esa intervención, como para dedicarse a ese trabajo. “Para un puesto de responsabilidad, un hombre se posiciona como experto y aprende después, en general. No hay escrúpulos; más bien tiende incluso a sobrestimar sus capacidades y su rendimiento”, escriben Élisabeth Cadoche y Anne de Montarlot en El síndrome de la impostora. ¿Por qué las mujeres siguen sin creer en ellas mismas? (Península).

“Por el contrario, la mayoría de veces, una mujer habrá reflexionado mucho antes de lanzarse, de enviar su currículum o de manifestar su interés por el puesto. Luego deberá sentirse sumamente ‘preparada’ para atribuirse a sí misma tan solo el derecho de atreverse a solicitarlo”, explican. “Es la idea de no merecer totalmente el puesto de responsabilidad que desea u ocupa, debérselo a la suerte, temer en todo momento que la descubran y la juzguen perpetúa estas creencias limitadoras”.

Permitan a esta periodista hacer un inciso: en nuestro oficio es algo muy común llamar a varias fuentes -algunas hombres, algunas mujeres- para elaborar un reportaje con distintas voces. Con toda seguridad, la mayoría de hombres a los que acudimos se prestan a hablar porque se sienten siempre capacitados para opinar sobre el tema, mientras que a menudo es muy difícil encontrar mujeres que lo hagan. Piensan que habrá fuentes más “cualificadas”. Es precisamente sobre ese complejo histórico sobre el que trata este libro que nos ocupa.

Autoestima laboral

Según un estudio publicado por la Universidad de Cornell en 2018, “los hombres sobrestiman sus capacidades y su rendimiento, mientras que las mujeres los subestiman”. Otra investigación, realizada en 2013 por el instituto británico Chartered Management Institute, estableció “una relación entre la falta de confianza de las mujeres y su escaso acceso a puestos de responsabilidad”. Y así hasta el infinito.

La propia Michelle Obama expresó, en una escuela a rebosar del norte de Londres durante la gira de presentación de su libro Mi historia, que aún tenía “síndrome de la impostora”: “No se acaba nunca, ni siquiera en este instante en que ustedes me van a escuchar; no me abandona este sentimiento de que no deberían tomarme en serio. ¿Qué sé yo? Lo comparto con ustedes porque todos dudamos de nuestras capacidades, de nuestro poder y de qué es ese poder”, lanzó.

Lo detallaba también David Dunning, psicólogo estadounidense y profesor de Psicología en la Universidad de Cornell: los estudiantes varones, apunta, suelen señalar a sus notas bajas con un “uf, es un curso difícil”, lo que se conoce como una atribución externa y acostumbra a ser un signo de resiliencia. Las chicas dicen “no soy lo bastante buena”, lo que corresponde a una atribución interna y debilitante. “Es evidente que reducir el discurso a la propia culpa, un rasgo del carácter, o una debilidad, lo único que consigue es arruinar la opinión que se tiene de uno mismo, despreciarse, y, de este modo, cambiar la convicción de su propia capacidad para triunfar”, comentan las autoras.

El factor físico y el autosabotaje

Señalan las expertas muchos factores a lo largo del libro: como la autopercepción física, que también mina sobremanera la autoestima de las mujeres. “Incluso cuando han tenido éxito en su vida profesional y personal, el impacto del cuerpo es increíble. Son muchas las mujeres que se amargan la vida por tres kilos demás, un michelín que sólo ellas ven, una minucia.

Tan sólo el 42% de las mujeres afirman sentirse satisfechas con su cuerpo”. O el punto en el que “cuanto mayor es el éxito que se alcanza, mayor es la duda”, lejos de minimizarla. Eso lleva a mujeres muy preparadas a no poder ni alegrarse cuando consiguen un trabajo soñado porque piensan que “enseguida iban a percatarse de que se habían equivocado al elegirme”, como confiesa uno de los testimonios. El síndrome de la impostora es la “duda crónica”. El autosabotaje.

No es innato, sin embargo, aunque también se ve influenciado por el carácter. Lo fundamental son los condicionantes sociales que llevan a las mujeres a cuestionarse y juzgarse sin descanso: ahí la ausencia de representación femenina en los puestos dirigentes -que hace que estén más expuestas y solas- o los estereotipos “que, a pesar de los avances, son difíciles de romper”. Todo esto de “a las mujeres no les gusta negociar”, “tienen dificultades con las esferas del poder”, “se mueven más por las emociones”, “quieren tener hijos”, “tienen hijos”, para acabar llegando a “los hijos se ponen enfermos” y, por consiguiente, al “en realidad no quieren dirigir”.

Claro que este sentimiento tiene consecuencias: como el estrés descomunal por prever los mínimos errores, o incluso la procrastinación -pensar que lo harás todo tan mal que lo acabas dejando para más tarde-, o aún peor, la monotonía laboral, “ya que en realidad no se permite ni disfrutar de los logros ni impulsarse en la dirección deseada”.

Dismorfia y autodesprecio

La escritora americana Marianne Williamson se refirió a este fenómeno de manera interesante: “Nuestro mayor temor no es ser ineptos, sino ser poderosos más allá de cualquier límite. Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para atreverme a ser brillante, magnífico, talentoso, fabuloso? Pero, en realidad, ¿quién soy yo para no serlo?”.

Llega tan lejos la percepción errónea de la mujer sobre sí misma que a menudo padecen “dismorfofobia”, es decir, un trastorno obsesivo que las lleva a ver en el espejo una imagen de ellas mismas que no existe. Cuenta su caso una chica adolescente que mide uno sesenta y dos y tiene una talla 36 pero habla de sí misma como de una chica “rellenita” -claro que, al estudiar su historia, las expertas aluden al entorno del instituto, donde las chicas no prueban bocado; o a su propia madre, que bien sobrepeso, y que secretamente la “avergüenza”-.

El libro se desarrolla ahondando en estas cuestiones, como los tipos de mujer a los que aspiramos a ser y que nos frustran desde el inicio: la independiente, la superdotada, la superwoman, la entregada, la falsa confiada, la perfeccionista o la experta. También estudia la maternidad, el deporte como elemento emancipador o la competición entre mujeres que nos han inculcado por los siglos de los siglos y amén -desde las hermanastras de Cenicienta al final de Girls con excepciones como Sexo en Nueva York-.

Algo mejor: cómo educar a nuestras hijas para que algún día sean mujeres seguras, fuertes y autocríticas sin volverse devastadoras. Cómo educar a nuestras hijas para que puedan ser felices y no choquen permanentemente con el terrorífico muro de la frustración. No se pierdan este libro.

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