Si a partir del 1 de enero de 1980 la economía de la Comunidad de Madrid se hubiera ralentizado a lo largo de los siguientes 40 años, llegados a finales de 2019 su PIB per cápita resultaría equiparable al propio de Cataluña por esas mismas fechas, más o menos el equivalente a un nivel superior en un 19% a la media española.

Pero la que se metió de motu proprio en el congelador del crecimiento diferencial desde década de los 80 fue la economía catalana, no la madrileña. Y de ahí que en ese mismo ejercicio de 2019, el del sorpasso, la segunda presentase un PIB per cápita 35 puntos por encima de la media española, con un crecimiento adicional de 16 durante el periodo. Mientras, el de Cataluña no sólo no había crecido nada en términos relativos durante las cuatro décadas anteriores, sino que retrocedió en dos puntos con respecto al conjunto nacional.

Madrid se va, tituló Pasqual Maragall con muy premonitoria lucidez una tribuna de opinión que aparecería publicada bajo su firma en la edición del diario El País correspondiente al 27 de febrero de 2001. Y Maragall no andaba equivocado: Madrid se fue.

[Madrid supera a Cataluña: su PIB es 2.100 millones superior y se convierte en la locomotora económica]

Así, resultando ser cuatro veces más grande y contando con una población superior en un 14,4%, en este preciso instante la renta per cápita de Cataluña ya es un 11% inferior a la madrileña. Los indicadores comparativos comienzan a resultar, por lo demás, demoledores.

Madrid atrae hacia sí al 85,5 % de la inversión directa extranjera; Cataluña, al 5,5%. Barcelona y su área metropolitana alquilan la mitad de nuevas oficinas que Madrid, y sus arriendos se mueven en unos niveles de precios inferiores en torno a un 30% a los que rigen en la capital.

El 29,6% de los nacimientos que se registran hoy en Cataluña corresponden a madres con nacionalidad extranjera. En Barcelona capital, el 28% de los residentes legales ya son personas nacidas fuera de España. Madrid se parece cada vez más a Fráncfort, Barcelona a Marsella.

Madrid se parece cada vez más a Fráncfort, Barcelona a Marsella

Hace unos meses, y sin que la noticia despertase mayor interés en la prensa nacional, murió el historiador económico Jordi Nadal, uno de los principales discípulos de Vicens Vives. Nadal fue el autor de un ensayo, El fracaso de la revolución industrial en España, corto en extensión, pero que quizá haya sido el libro que más ha influido en la concepción dual del país que han compartido los economistas, además de en una parte significativa de las élites intelectuales españolas, desde el último terció del siglo XX.

Por lo demás, la tesis del libro ya se deja entrever de modo implícito en el mismo título. La España arcaica y refractaria a romper del todo el cordón umbilical con el Antiguo Régimen, rémora que ejercería su poder castrador desde la ciudad de Madrid, habría supuesto el gran lastre histórico que impidió a Cataluña consumar su destino manifiesto, el de transformarse en uno de los grandes polos irradiadores, junto a Inglaterra, de la modernidad industrial y capitalista europea durante el XIX.

Pero esa obra de referencia ha envejecido muy mal, al punto de que el propio autor acabó concediendo enmendar en gran medida la tesis central durante sus últimos años de vida. Contra lo que predicaba el tópico regeneracionista dominante, ni Barcelona había sido en verdad el Manchester del Mediterráneo, ni Madrid la Kabul del sur de Europa.

"Ni Barcelona había sido en verdad el Manchester del Mediterráneo, ni Madrid la Kabul del sur de Europa"

Pero hubo que esperar a 1982 antes de que otro barcelonés, Félix de Azúa, se decidiera a airear su propio texto célebre, un brevísimo artículo de prensa titulado Barcelona es el Titanic, para que los habitantes de la Ciudad de los Prodigios termináramos de tomar plena conciencia del gran cambio de tornas que ya se estaba operando en la Península.

Porque empezaba a ser Barcelona la tibetana, artrítica y decadente, mientras que Madrid, como bien había sabido intuir nuestro alcalde de cuando entonces, echaba a correr.

Evidencia ahora inocultable, la de la progresiva parálisis catalana frente al despegue madrileño, ante la que siempre asoma la tentación de señalar con el dedo acusador al nacionalismo del prójimo en tanto que responsable último de ese estado de cosas.

De ahí que la doctrina oficial autoexculpatoria, esa victimista y lacrimógena que se difunde desde los despachos del poder catalán, apele de modo recurrente a los argumentos del déficit fiscal y de la supuesta "recentralización". Mientras que desde el otro lado se insiste, a su vez, en los efectos corrosivos para la prosperidad económica asociados a la ideología y la praxis independentista.

Como si Madrid fuera un invento de Ayuso. Como si Madrid no hubiera estado también ahí durante todo el siglo XIX y el XX, cuando Cataluña se convirtió en el motor industrial de España dentro del marco institucional más ferozmente centralista que se pueda imaginar. ¿O es que el famoso déficit fiscal no existió durante los dos últimos siglos?

Pero, y ya en otro orden de inconsistencias lógicas, tampoco resulta demasiado sólido el razonamiento que centra en el independentismo la decadencia catalana. A fin de cuentas, territorios como Escocia o Quebec resultan ser igual de secesionistas y su situación económica no se ha resentido en absoluto por ello. Y es que acaso el diagnóstico del mal catalán conduzca a un motivo más prosaico.

Quizá Barcelona, y con ella Cataluña toda, empezó a jugar las cartas equivocadas en los 80, tras el final definitivo del proteccionismo y sus cómodas barreras arancelarias. Como la ya mentada Marsella, también como la típica gran urbe sudamericana de libro, Barcelona ha devenido con el tiempo en conglomerado de tres clases sociales estrictamente segregadas y compartimentadas.

Una creciente mayoría de pobres cada vez más pobres, el grueso de ellos extranjeros y consumidores hegemónicos de las prestaciones del Estado del bienestar; una clase media fiscalmente asfixiada y menguante, tanto en su peso poblacional como en su tradicional papel político limitador de la influencia de los extremos; y una pequeña minoría cada vez más cosmopolita y desarraigada, la de los ricos tanto locales como importados que viven recluidos en su mundo particular, al margen e indiferentes a la realidad de su entorno.

En los 80, los catalanes adoptaron una gran decisión estratégica colectiva: dejar de invertir en la industria autóctona y empezar a colocar su dinero en todas las variantes posibles del sector turístico e inmobiliario. Fue un error. Y hoy su corolario se llama decadencia.

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