La noticia de que se había descubierto una nueva variante del coronavirus SARS-Cov-2 en Botswana y Sudáfrica desató todos los demonios en los mercados financieros y de materias primas el viernes de la última semana. Era la chispa que estaba haciéndose esperar desde hace tiempo. Una chispa cualquiera, imposible de precisar, pero que esperábamos en esta columna desde hace exactamente un mes.

¿Por qué decimos que es una chispa? Por lo súbito del estallido. El jueves pasado, a las doce de la noche, aunque conscientes de los riesgos que los mercados llevan consigo, todo discurría, en apariencia, de manera apacible. Una hora después, con la apertura de la Bolsa de Tokio, se habían desatado los elementos.

¿Era suficiente la noticia de la aparición de 10 casos de la nueva variante del virus como para provocar algo así? A la vista está que sí, aunque, si se tiene en cuenta que durante todo el mes de febrero del año pasado esos mismos mercados ni se inmutaron por la aparición de la epidemia en China; ni se dieron por aludidos por el hecho de que China paralizara su economía; ni les pareció suficiente que se confinara a una ciudad, la de Wuhan, con 11 millones de habitantes (en una región, Hubei, que tiene 58 millones) y, ni siquiera se alarmaron mucho con la llegada del nuevo coronavirus a Italia, hay que reconocer que la reacción de huida en desbandada del viernes parece un poco exagerada.

Pero es que los mercados son así. Permanecen insensibles durante mucho tiempo a noticias de gran envergadura y, de súbito, les ataca la hiperestesia y se alteran al más mínimo roce. No hay buena explicación para ello. Todo lo más que puede decirse es que, en este caso reciente, la variante ómicron del coronavirus (es decir, la variante 'o minúscula') ha sido la gota que colma el vaso. O, si se quiere, con la metáfora utilizada por los anglosajones, la paja que rompe la espalda del camello.

También hay un lenguaje científico (en la física estadística) para describir este comportamiento, propio de los sistemas dinámicos, que es catalogarlo como “criticalidad autoorganizada” que, a su vez, tiene su propia imagen para describirlo: es el fenómeno por todos conocido de cómo una montañita de arena se desmorona por sus pendientes, en avalancha, cuando se le añaden unos granos más.

Hundimiento y pérdidas

En fin, que, pocas horas después, nos encontrábamos con que la Bolsa española perdía un 4,96% y las empresas tecnológicas de EEUU un 2,3%, y, entre esas dos caídas se situaban las pérdidas porcentuales de todas las demás, con excepción de las de China, cuyos índices generales apenas se inmutaban, aunque sí algo más su índice tecnológico. Mientras, la de Hong Kong se veía arrastrada hacia el Maelstrom.

Y no solo eso, también se hundieron de precio los metales industriales (-3,5%), el petróleo Brent (-11%) y algunas materias primas agrícolas, como el trigo. Solo se salvaron de la quema algunos activos, como el gas natural (+8,48%), el oro (+0,40%) y el euro, que subió un 1% frente al dólar. También bajaron las rentabilidades de la deuda pública a largo plazo.

¿Qué es lo más llamativo de ese comportamiento de los diferentes activos financieros y materiales el viernes pasado? Que tuvieron exactamente la misma reacción que el 9 de marzo de 2020, momento en el que los mercados se tomaron ya en serio la amenaza de la pandemia.

De modo que el saldo (de nuestras predicciones) después de la batalla es que las Bolsas, por fin, han empezado a caer. El precio del gas natural aún se encuentra un 15% por debajo de su precio máximo de comienzos de octubre; el precio del barril de petróleo Brent se sitúa casi 14 dólares por debajo de su precio máximo de octubre de 2018; el precio de los metales industriales parece haber hecho ya sus máximos de este ciclo; el euro ha seguido la senda de depreciación prevista y ya acumula una caída del 10% en lo que va de año; el oro ha retrocedido, pero mantiene un ligero avance neto, y las rentabilidades de la deuda pública (contra lo que intuitiva, económica y aritméticamente parecería evidente con los datos de inflación, pero que gráficamente resulta ser lo contrario) continúan deprimidas, mientras el comercio global se debilita (-1,1% en el tercer trimestre del año lo que deja la tasa anual en ya solo el +4,62%; era de casi el +25% en abril).

Futuro

¿Qué es lo que cabe esperar a partir de hoy de todo este rompecabezas donde las dos piezas fundamentales tiran en diferentes direcciones? Porque si nos creyéramos que los mercados envían mensajes sobre el futuro (lo que ya es mucho decir, pues a veces parece que sí y otras que no, como en el ejemplo mencionado de su pasividad en febrero de 2020) resulta que las Bolsas, hasta este viernes, estaban “anticipando” una expansión sostenida de la economía global, mientras que los tipos de interés de largo plazo anunciaban justamente lo contrario, la recaída en una recesión.

Pero, en ambos casos, en un juego en el que las cartas están marcadas por los bancos centrales, con sus compras excedidas de deuda pública. Sin esas compras de emergencia para cuando la emergencia ya ha pasado, ni las Bolsas habrían subido tanto, ni las rentabilidades de la deuda pública y privada habrían bajado tanto.

Pero, constatar estas inyecciones de tranquilizantes de los bancos centrales tampoco sirve de mucho a efectos prácticos. Insistimos, ¿qué va a pasar ahora? Lo sucedido el viernes último parece una repetición de lo que sucedió el año pasado entre el 8 y el 23 de marzo (al menos en el primero de esos días). Quince días de vértigo en los que las cotizaciones de todos los activos se hundieron también, incluidos el euro y el oro. Entonces fue necesaria la intervención de urgencia de los bancos centrales para salvar la situación, pero ahora lo tienen mucho más difícil, tras haber anunciado ya la Reserva Federal que reduciría sus compras de bonos a partir de esta misma semana.

Es decir, salvo que las nuevas noticias mejoren mucho el pronóstico de la variante Ómicron, y mientras no intervengan los bancos centrales, los mercados parecen condenados a repetir la debacle de aquellos 15 días de marzo de 2020.

Final de ciclo corto expansivo

Centrándonos en lo fundamental: estamos como a finales de 2018, al final de un ciclo corto expansivo. Entonces fue el de 2016-2018 y ahora es el de 2020-2021. En ambos casos prolongados artificialmente por la intervención de los bancos centrales. Solo que, en esta ocasión, con la inflación en aumento, cosa que no sucedía en 2018 y, por tanto, con menos libertad de acción para ellos. Ciclos recesivos (de dos meses el del año pasado) y expansivos tan cortos como éstos no se veían desde 1980-1982. Y se sabe cómo terminó aquello: con la subida de tipos de interés hasta las nubes, lo que provocó la recesión de 1981-1982. Fue la manera de acabar con la inflación. Sería la manera de reconducir también ahora los desequilibrios entre oferta y demanda, que son los que originan la amenaza de que la inflación transitoria se convierta en permanente.

Puede que el trabajo sucio de la recesión lo vaya a hacer el rebrote de la Covid-19 con la pasividad de los bancos centrales que, al no tener ya mucho margen de maniobra, verán así la manera de terminar con su juego de trapisonda. Puede que el rebrote sea una falsa alarma y que la gravedad no sea tan grande como lo temido inicialmente, en cuyo caso serán los bancos centrales los que tendrán que tomar la iniciativa de frenar el consumo. En cualquier caso, como hemos venido diciendo en ocasiones, ¡rien ne va plus! Esto es un ciclo que se acaba. Pero la tentación de prolongarlo de nuevo con cartas marcadas es muy grande. ¡Hagan juego, señores!