A medida que se acerca el fin de la pandemia, que el porcentaje de población inmunizada aumenta y que vamos retomando muchos de los hábitos que el riesgo de transmisión del virus nos obligó a interrumpir, vamos viendo ejemplos que nos acercan a las verdaderas razones por las que la evolución humana es más lenta de lo que debería ser. 

En efecto, si hablas habitualmente con directivos de compañías, te das cuenta de que, en un gran número, todos están deseando que las circunstancias se normalicen… para volver a hacer todo igual a como lo hacían antes.

Si preguntas sobre las normas que están dictando (y la elección del verbo no es casual) a sus empleados, la mayoría, desgraciadamente, afirman que quieren que sus empleados vuelvan a trabajar "como antes", acudiendo sistemáticamente a una oficina con un horario fijo establecido, y como mucho anuncian, como si fuera un gran logro, la posibilidad de trabajar de manera distribuida "un par de días a la semana", pero bajo unas reglas estrictas, cumpliendo un horario determinado y sin exceder un número de horas determinado al mes. 

¿A qué tienen miedo esos directivos? La evidencia es clara: temen el deterioro de su capacidad de supervisión. Algunos afirman que "el contacto humano es fundamental", algo que no se ha probado en absoluto más allá de su imaginación (¿cómo funcionan las compañías que de verdad trabajan de forma distribuida? ¿Son acaso entelequias imposibles o excepciones irrepetibles?).

Otros dicen que "la innovación ocurre con el roce", cuando en realidad ocurre gracias a la diversidad de experiencias y a la comunicación constante, factores que pueden darse incluso mejor en culturas distribuidas. Y otros están convencidos de que las reglas son "imprescindibles", cuando es precisamente la obsesión con el "café para todos" y con las normas fundamentalistas lo que convierte en nociva la cultura de muchísimas compañías. 

Las compañías están integradas por personas, no por máquinas ni por autómatas. Plantear reglas como horarios, porcentajes de presencia en un sitio concreto o número de días que se puede trabajar en distribuido es olvidar que las personas tienen necesidades diferentes en función de infinidad de factores, desde edad o género, hasta elementos culturales o de personalidad.

Plantear reglas como horarios, porcentajes de presencia en un sitio concreto o número de días es olvidar que las personas tienen necesidades diferentes

¿Qué tipo de mentalidad heredada de los talleres de la revolución industrial lleva a los directivos a pensar que tienen necesariamente que poner reglas de obligado cumplimiento para todos sus trabajadores, con el fin de evitar abusos?

¿No sería más sencillo dejar que cada uno adaptase el trabajo a sus necesidades y, mientras su rendimiento y productividad fuese estimado como adecuado, pudiese dar forma a su acuerdo con la compañía en función de sus intereses?

¿Por qué, en lugar de obsesionarse con reglas del pasado como "tenemos que vernos y tocarnos" (sin comentarios), no pasamos a buscar elementos de entre los aprendidos durante la pandemia que puedan perfeccionarse para generar culturas de innovación y productividad en entornos distribuidos? 

La respuesta es sencilla: eso implicaría experimentar, atreverse a probar cosas nuevas, o incluso atreverse a que los trabajadores viesen actitudes flexibles, algo que seguramente minaría la autoridad del directivo o de la compañía.

En efecto: aunque parezca increíble en pleno siglo XXI, la autoridad, con todo lo que ello representa, sigue siendo un elemento fundamental de la cultura corporativa de muchas compañías y de muchos de sus directivos.

La autoridad, con todo lo que ello representa, sigue siendo un elemento fundamental de la cultura corporativa de muchas compañías

Muchos directivos aún viven en tiempos de pasearse entre las mesas o "asomarse al patio" para comprobar que todo el mundo está trabajando, no sea que se distraigan. Esa tristísima "mentalidad panóptico" hace que plantearse la posibilidad de adoptar una cierta modernidad cultural en los hábitos de trabajo, en un momento en el que precisamente una pandemia ha favorecido el cambio, el dinamismo y la innovación, resulte imposible. 

"Vender es imposible sin contacto físico". Mentira y de las grandes, salvo que vendas "por intimidación". El entorno distribuido, de hecho, favorece mucho más el aportar datos, imágenes o argumentos convincentes que el presencial. Pero claro, hablamos de entornos de presentación online bien ejecutados, no de un tipo cutre y mal iluminado hablando desde una esquina de una pantalla con una triste pared blanca de fondo, mientras lee una presentación de PowerPoint. No, así, decididamente, no se vende. A ver si aprendemos a comparar las cosas con cierta equidad. 

Muchas compañías, en lugar de simplemente retornar a los malos hábitos del pasado y condenar a sus trabajadores a una regresión cultural, harían muy bien en analizar cuidadosamente los elementos que les impiden evolucionar.

Ese miedo al futuro es la peor cualidad en un directivo, la que debería hacer que los clasificásemos en la liga de los malos, de los prescindibles. Si no eres capaz de entender que el contexto ha cambiado y que hay muchas ventajas en adaptarse a él, retírate y deja de estorbar.

La especie humana ya no evoluciona mediante la genética, sino mediante la cultura. Y los que, con sus miedos, detienen la evolución cultural son, sin duda, el elemento más prescindible de tu compañía. Piénselo.

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