El lamentable espectáculo que la Unión Europea está ofreciendo en lo que debería ser la supuesta recta final de la pandemia debería llevarnos a repensar muchos de los elementos que dan forma a ese club en el que se agrupan 27 países y casi 450 millones de personas.

Si los Estados Unidos de Donald Trump se adjudicaron sin ningún género de dudas el dudoso honor de ser quienes peor reaccionaron ante el inicio de la pandemia, la Unión Europea parece empeñada en ser ahora quien peor lo está haciendo en todo lo relacionado con la vacunación y la salida de la misma. 

No hay excusas posibles. Desde el anuncio de la llegada de las vacunas, las autoridades europeas han protagonizado el peor de los esquemas en su adquisición, con unas pretensiones negociadoras que llevaron a que las farmacéuticas no priorizasen en absoluto sus envíos al continente.

La burocracia europea ha sido lenta, no ha sabido marcar políticas generales de logística y de prioridades en el despliegue de las vacunas, y ha marcado normas erráticas sobre su seguridad, dando protagonismo a esquemas pretendidamente garantistas y absurdos que han contribuido a retrasar todavía más una campaña absolutamente crítica de cara a detener la sangría de casos, y a recuperar la normalidad y la vida económica. En muchos países puedes comprar un test de Covid en cualquier supermercado. En Europa no, no vaya a ser que alguien se haga daño. 

 En muchos países puedes comprar un test de Covid en cualquier supermercado. En Europa no.

En países como Israel, los Emiratos Árabes o los Estados Unidos, la logística de la campaña de vacunación está siendo impecable: se vacuna a toda velocidad, en todo tipo de instalaciones, con criterios amplios y, en algunos casos, incluso generosos.

En los Estados Unidos basta con acercarse a determinados centros de vacunación para lograr ser vacunado, sin preguntas, incluso aunque no seas residente legal en el país. Las razones para esa generosidad son evidentes: han entendido que, de cara a la recuperación de la normalidad, todo aquel que se encuentre en el país y no sea vacunado supone un problema. Vacuna primero, y lo de pedir los papeles, si eso, ya vendrá después. 

Mientras, en la vieja, burocrática y sobre todo inoperante Europa, nos llenan de requisitos, supuestamente pensados para priorizar a los más vulnerables, que al final terminan siendo un conjunto de arbitrariedades que ralentizan terriblemente la logística de las campañas.

En lugar de tratar de acelerar el proceso a toda costa, se trata de mantener una centralización y un control absolutos, y de no dar entrada a organismos privados, "no vaya a ser" que el político de turno no salga bien en la foto, no sea más garantista que nadie, corra algún riesgo de imagen, o alguien le pueda acusar de haber vacunado antes a quienes no debía. La estética y la burocracia por encima de la eficiencia. 

El resultado es un descrédito enorme de las instituciones: el Reino Unido abandona el club europeo dando un portazo, pero el resultado de ese abandono es que ahora cuenta con muchas más vacunas que nadie y con una campaña logística de administración de las mismas mucho más rápida, operativa y brillante que todo el resto del continente. No hay más que mirar las cifras. 

El otro lamentable espectáculo viene de la gestión de las restricciones. ¿Cómo tomarse en serio un continente en el que todas las reglas parecen estar decididas por monos tirando dardos contra una pared?

Europa es un sinnúmero de reglas, restricciones y códigos absurdos que, tomados en su conjunto, generan una imagen de total desbarajuste

En lugar de marcar criterios claros, definidos y, sobre todo, comunes, Europa es un sinnúmero de reglas, restricciones y códigos absurdos que, tomados en su conjunto, generan una imagen de total desbarajuste. Un español, desde Madrid no puede ir a su casa en la costa, pero un francés o un alemán sí pueden hacerlo sin problemas, e incluso si ese español quisiera hacerlo, podría volar a otra capital europea, y desde allí, a su casa de la playa. Simplemente demencial, y completamente injustificable. 

Semejante desastre organizacional supone, en primer lugar, una forma de dar pábulo a absurdas teorías conspiranoicas y negacionistas, a quienes pretenden difundir la idea de que todo es una mentira y nada funciona como debería.

Si bien este tipo de teorías, como la ignorancia que representan, son desgraciadamente comunes en todo el mundo, en Europa, además, pueden alimentarse de la inoperancia y de la ineficiencia que llevamos ya meses viviendo. Además, contribuyen a cuestionar algo que jamás debería ser cuestionado: el europeísmo como tal. Si alguien se frota las manos con el desastre europeo en la gestión de las vacunas son precisamente los euroescépticos. 

No, la Unión Europea como tal no es cuestionable, y el euroescepticismo es una receta para el fracaso. Pero está claro que el funcionamiento de la Unión Europea es, como tal, manifiestamente mejorable, y tenemos el deber de trabajar para ello. Ahora, mientras vemos otros países del mundo recuperar la normalidad mucho antes que Europa, ante el fracaso sin paliativos de las campañas de vacunación, deberemos plantearnos qué lamentables motivos han llevado a que nos veamos en esta situación.

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