Esta semana ha estado copada por las presentaciones de resultados financieros de las grandes tecnológicas y un sinfín más de empresas. Y mientras la banca ha obtenido buenos datos en el último trimestre, las compañías digitales presentan una situación mucho menos positiva, con decrecimientos relevantes en su ritmo de evolución y sin cumplir con las expectativas marcadas por el consenso de los analistas.

La incertidumbre económica, derivada de un cúmulo de factores geopolíticos cada vez más complicado de recordar, es la causante de esa doble derivada. Mientras que las subidas de tipos de interés alimentan algunos productos financieros, la inflación y una posible recesión general en 2023 hacen que la sociedad y el tejido empresarial frenen o racionalicen muchas de sus inversiones hasta pisar suelo firme.

El problema es que ese suelo firme no tiene visos de aparecer en el horizonte cercano. Y resulta difícil encontrar el rumbo a tiempos en que era lo habitual: de la crisis de las subprime en 2008 prácticamente hemos encadenado una pandemia global, una crisis de suministro en bienes clave como los semiconductores y una guerra en Ucrania que amenaza con escalada nuclear. Ahí es nada.

Es lógico que, ante estas perspectivas, muchos directivos hayan pisado el freno en sus planes de recuperación; guardado presupuesto por si vienen vientos amenazantes y enterrado bajo el colchón el margen suficiente que garantice la supervivencia de sus empresas en momentos de crisis.

Pero esta gestión de las expectativas (o de los espejismos, como canta Shinova) tiene una traslación directa en la arena innovadora y tecnológica. Aunque por su tipología de bienes y servicios no se ve tan directamente afectada por el contexto actual -más allá de la inflación o la todavía escasez de chips-, lo cierto es que la absolutamente clara digitalización puede pasar a un segundo plano ante las necesidades imperiosas del día a día en las empresas.

A los despidos masivos que ya anunció Elon Musk en Twitter para garantizar su supervivencia se unen las confesas restricciones en la contratación de nuevos profesionales en enseñas como Meta, Amazon, Salesforce... La última en unirse al discurso catastrofista/racionalista/precavido ha sido Google.

Tras dejarse 6.000 millones de dólares en ganancias y quedarse por debajo tanto en facturación como en beneficios, el popular buscador enfrenta ahora el escrutinio de los mercados sobre la ambiciosa y desmedida estrategia de expansión de la compañía. Así, Alphabet -matriz de Google- aumentó en más de 50.000 profesionales su plantilla respecto a 2020, algo que su CEO Sundar Pichai ya ha tenido que frenar: "Vamos a moderar nuestro ritmo de contratación en 2023".

Y no sólo eso: Google revisará cada uno de los proyectos en que está inmersa para asegurarse de que están funcionando y pueden resultar en productos y funcionalidades viables comercialmente. ¿Significa eso que hasta ahora no estaban monitorizando lo que hacían sus propios trabajadores? ¿O que ahora van a sentir el aliento de sus supervisores de forma amenazante cada día? Escojan su propia aventura.

Lo que queda claro, en cualquier caso, es que las empresas tecnológicas -y, por derivación, sus clientes- están obligadas a jugar una partida con reglas contradictorias. Por un lado, el actual ritmo de innovación y la digitalización acelerada obliga a mantener el pie pisando a fondo el pedal de la inversión. Por el otro, los temores y las incertidumbres hacen imperativo reducir gastos y centrarse en la eficiencia inmediata.

La eterna pugna entre el corto y largo plazo, la supervivencia y el futuro, que provoca (y provocará) muchos dolores de cabeza en directivos de toda índole. Una buena noticia, en tal caso, para los proveedores de ibuprofeno y paracetamol.