Aprender un nuevo idioma es, para muchas personas, una tarea ardua y que requiere de un gran empeño, tiempo y esfuerzo. Dominarlo en un entorno real, usándolo de manera activa, es un paso más que a muchos se les atraganta. Pero a nadie le gustan las fronteras, tampoco las lingüísticas. 

De ahí que los humanos hayamos no sólo mejorado los sistemas y metodologías para aprender idiomas, sino que hemos ideado mil y un ingenios (desde diccionarios hasta intérpretes automáticos de toda índole) y usado a otros con más habilidad (guías, intérpretes -estos de carne y hueso-, etc.) para superar esta brecha.

Con un lenguaje de programación pasa lo mismo. Requiere años de estudio, ya sea reglado o no, para dominarlo. Es, además, un conocimiento peculiar, en tanto que la sabiduría adquirida en uno de ellos es de limitada transposición para cualquier otro. Eso implica desarrollar habilidades en múltiples de ellos para poder encarar proyectos de manera ágil y eficaz, sabedor de una constante actualización y certificaciones dispares.

Esta complejidad es juez y parte de la falta de profesionales en el sector, de buenos desarrolladores de código. Y esta brecha de talento, unida a la creciente demanda digital, hace que muchas personas hasta ahora ajenas a los Python, Ruby, Java o C++ de turno quiera crear sus propias aplicaciones.

Claro está que esto no es nuevo: las interfaces WYSIWYG ('What you see is what you get') llevan existiendo desde los anales de la historia. Cuánta gente ha desarrollado páginas web en esta clase de entornos, que evitaban saber ni un ápice de HTML o CSS al pobre emprendedor, a la pyme que buscaba hacerse un hueco en eso que llamaban internet.

Trasladar este modelo al código puro y duro de cualquier aplicación debería ser pan comido, ¿no? Al final se trata de entender cuál queremos que sea el resultado, cuáles son los flujos que han de llevar a él y, de ahí, automatizar el código que lo posibilite. Una premisa no sólo útil para ajenos a la tecnología, sino también para los propios ingenieros que pueden liberarse de una parte de su trabajo.

Surgía en este sentido uno de esos ingenios, el llamado 'low-code'. Appian fue una de las pioneras en este campo, allá por 1999. Fundada de hecho en el seno de un grupo de estudio de universitarios sobre lenguajes de programación, lleva simplificando estos procesos desde entonces.

Pero su tecnología no llega a eliminar por completo la necesidad de conocimientos técnicos, solo simplifica y reduce su carga de trabajo. Sería el equivalente a aprender a hablar, escuchar y leer un idioma, pero no a entenderlo al hablar un local: algo falla en la ecuación si pretendemos democratizar el desarrollo de aplicaciones.

Damos un salto en el tiempo y nos encontramos, ahora sí, con la anhelada promesa: el 'no-code'. Ya no hace falta saber nada de programación, cero, para poder crear la aplicación de nuestros sueños. Y cuando hablamos de aplicación no nos referimos ni mucho menos a una app móvil, sino a auténticos ingenios de categoría empresarial. Lo que antaño requería equipos completos de desarrolladores, automatizado por una herramienta mágica, ¿qué podía fallar?

Desde grandes colosos como Salesforce hasta prometedoras startups -como el nuevo unicornio español Typeform- pregonaron sus bondades y cosecharon enormes éxitos: aplicaciones empresariales surgían de la nada, sin ningún bagaje de unos y ceros en su haber. Pero, sorprendentemente, pasó el tiempo y el tipo de aplicaciones que se podían construir sobre estos pilares era siempre el mismo, con un amplísimo espectro imposible de alcanzar.

Sin embargo, los discursos al respecto distaban mucho de reconocer esa debilidad. En su última ronda de financiación, Typeform se alejó lo máximo posible de su nicho de mercado (formularios y encuestas online) para venderse como una plataforma 'no-code' de propósito general. Y Salesforce, por boca de su propio cofundador y CTO Parker Harris, defendía esta misma semana su "amor por el 'no-code'" que permitirá "crear innovación sin compromisos, simple y bonita, con un sólo clic y sin saber ni una sola línea de código". Lo hacía en una rueda de prensa internacional, en la que no quiso hacer comentarios a D+I sobre las limitaciones de esta tecnología.

El que sí que habló alto y claro fue su homólogo en Appian, Mike Beckley. En entrevista con un servidor, el hombre que puso los cimientos del 'low-code' criticaba a su supuesta evolución con términos como "irreal" o "creadora de promesas imposibles de cumplir".

En tono burlesco, dudaba de las ambiciones de startups como la española Typeform ("Hemos visto cientos de casos como el suyo a lo largo de las últimas tres décadas y todas acaban igual: o vendiéndose a una grande que necesita su nicho o fracasando al no ofrecer resultados") y también de los discursos de las grandes como Salesforce ("No se puede hacer 'no-code' con aplicaciones de misión crítica. Al final, llegan a donde llegan y para completar el objetivo siguen necesitando de la misma gente experta que antes").

¿Es el 'no-code' un ingenio bienintencionado, útil en determinados casos, pero que -como sucede con los intérpretes automáticos- no ofrezca las garantías ni la capacidad suficiente para ser un verdadero relevo? ¿Hay una forma real de democratizar el acceso al código o es un sueño iluso pensar que algo tan complejo pueda algún día ser (completamente) sencillo?