Elon Musk -a través de la archiconocida Neuralink- o Jeff Bezos llevan años buscando los límites de la naturaleza propia del cuerpo humano. La Singularity University, financiada por Google, les acompaña en esta harto complicada misión. Son solo tres exponentes de esa receta mágica que nos convierta en una nueva especie de superhombres y supermujeres.

Una evolución que no responde a la selección natural y, tampoco necesariamente, a la adaptación al medio que nos rodea. Buscamos ser más, mejores, incluso aunque no tenga ninguna utilidad práctica.

Recordemos el caso de Chris Dancy, el hombre "más conectado del mundo". Un cuarentón que, ni corto ni perezoso, decidió una década atrás que fusionaría su cuerpo con la tecnología, conectando tantos dispositivos como fuera posible, desde relojes inteligentes hasta gafas que están sincronizadas con las bombillas de su casa.

Más allá del absurdo de este ejemplo, los conceptos de "transhumanismo" y "humano aumentado" han sido extraordinariamente repetidos en la última década. Desde pequeñas modificaciones de nuestro cuerpo -incorporando chips o sensores- hasta ayudas realmente prácticas -como exoesqueletos para mejorar las funciones motrices-, pasando por lo más futurista: la separación de mente y cuerpo, de modo que podamos transferir, replicar o visualizar nuestros pensamientos y recuerdos. Dicho de otro modo: la inmortalidad.

Eso, simplificando mucho (muchísimo) lleva irremediablemente a una reflexión de fondo que a veces se olvida en medio la vorágine de la innovación por la innovación. ¿Hasta qué punto ese "humano aumentado" sigue siendo un humano?

Si me permiten un juego de palabras, estamos ante una disyuntiva clara entre el "humano artificial" y el "artificio humano". 

De artificios va la cosa

La filósofa alemana Hannad Arendt ya planteó los pilares de esta reflexión en su libro 'La Condición Humana', de 1958. En él, la autora distingue claramente entre la "naturaleza" y la "condición" humanas y, lo que es más relevante, advierte sobre esta vocación que compartimos por la evolución más allá de los principios de Darwin.

Arendt entendía que, como especie, nos enfrentamos a la naturaleza de forma sistemática, con el objetivo de crear un mundo alternativo en el que se produce todo el "artificio humano" que nos distingue y permite sobrevivir.

Hasta ahí nada que no sepamos: el hombre y la mujer poseen la capacidad de transformar de manera radical el entorno para mejorar nuestras vidas. Hasta los límites tan arriesgados que estamos viendo en términos de sostenibilidad. Pero la filósofa añade un elemento más a la ecuación: el "artificio humano" tiene otro propósito más ambicioso si cabe: a través de él, los humanos podemos alcanzar la inmortalidad.

La modificación del todo y todos en favor de una meta largamente deseada. Eso supone renunciar, en cierto modo, a las bases que nos definen como una especie animal. Renunciar, al fin y al cabo, a nuestra naturaleza y convertirnos en algo distinto, en un propio "artificio humano", al nivel del resto de elementos que ideamos, fabricamos y producimos en serie.

Pero ¿merece la pena tamaña renuncia? Ahí es cuando hemos de determinar si estos "humanos artificiales" son una alternativa útil para nosotros como Humanidad o, por el contrario, estamos cayendo en un "artificio humano" más propio del utilitarismo.

"La utilidad como ideal conduce al utilitarismo, posición extrema y paradójica en que finalmente nada vale realmente en sí mismo ni tiene sentido, puesto que solo es una vía de paso hacia, un medio para obtener otra cosa, que a su vez, ya alcanzada, sufrirá la misma degradación, su reducción a la categoría de medio, de objeto de uso", detalla un trabajo sobre la obra de Hannad Arendt a cargo de Gloria Comesaña Santalices en 'Anales del seminario de historia de la filosofía'. "El proceso desvalorizador del utilitarismo, ideal del hombre, alcanzará incluso a la naturaleza, que dejará de ser lo dado (cuyas normas hay que respetar) para convertirse en un ilimitado instrumento que el ser humano puede utilizar a su antojo".