La Belle Époque es uno de los períodos más interesantes de la historia reciente. Fueron no sólo cuatro décadas (de 1871 a 1914) de paz a escala internacional, sino también de enorme crecimiento económico y de esplendor social y cultural. Uno de esos momentos mágicos que, además, no está circunscrito solo a Francia o el continente europeo.

De hecho, Argentina fue uno de los países que vivió una mayor bonanza en esos años. Su desarrollo fue tan espectacular que muchísimas personas de todos los lugares del globo pusieron rumbo a este pilar del conocido como 'Nuevo Mundo' para hacer 'las Américas': enriquecerse al abrigo del despertar de un continente rico en recursos y en pleno apogeo.

La inmigración fue, por tanto, mayúscula en la Belle Époque argentina. Entre 1869 y 1895, el país atrajo el 7% de toda la migración bruta hacia el Nuevo Mundo. A su vez, Buenos Aires se convirtió en la ciudad de inmigrantes por excelencia: los nacidos en el extranjero superaron el 52% de la población, muy por encima de la ciudad de Nueva York contemporánea.

Entre esa población inmigrante, los españoles (23%) y los italianos (51%) eran los grupos más predominantes. Y si bien los segundos ganaban en número, los primeros gozaban de un mayor nivel de alfabetización (88% frente al 78%) y eran menos agrícolas (41% frente al 69%). Por no hablar de la barrera idiomática: todo parecía indicar que los españoles serían los particulares reyes de esta ola de progreso en Argentina.

Nada más lejos de la realidad. Una reciente investigación demuestra que los italianos llegados a Argentina ganaban entre un 7% y un 10% más que sus coetáneos españoles. 

¿Cómo es eso posible? De acuerdo a las autoras del estudio, ni el idioma ni la alfabetización pudieron con un arma mucho más elemental: el 'networking'. Los italianos supieron tejer una comunidad bien avenida, en la que podían ir progresando y asegurándose los trabajos mejor remunerados. Por el contrario, los españoles tendieron a "desanimar" a sus compatriotas de acceder a esos puestos bien pagados. 

La colaboración italiana se impuso a la competencia y el individualismo español. En vez de ayudarnos y apoyarnos, buscamos la confrontación y nos inundó la envidia hacia el compañero. Lo peor de todo no es ya cómo se resolvió el fenómeno en aquella ocasión, sino que apenas hemos aprendido la lección.

En nuestros días se habla mucho de la colaboración, la innovación abierta e incluso de conceptos de nuevo cuño como la "coompetencia" (aquellas empresas que compiten y al mismo tiempo trabajan codo con codo). Todo suena muy bien, pero lo cierto es que la mayoría de grandes corporaciones españolas -hablemos del Ibex, pero también de conglomerados ajenos a los parqués- siguen viviendo en monolitos bien duros, ajenas a la sabiduría que imprime la historia.

No basta con crear una aceleradora o un programa de inversión en startups. Tampoco en abrir una API para conectarse con servicios de terceros (algo que, en sectores como la banca, es un imperativo legal). Se necesita una verdadera red de colaboración, la gestación de una verdadera comunidad entre las grandes empresas, entre ellas y las startups y entre los propios emprendedores.

Solo así podemos dar, quizás, vida a una nueva Belle Époque que suceda a estos momentos tan dramáticos y en la que un tejido innovador cohesionado ponga a España en el mapa mundial.

*** Esta columna está basada en las investigaciones de Leticia Arroyo Abad (City University, Nueva York), Noel Maurer (George Washington University) y Blanca Sánchez-Alonso (Universidad San Pablo CEU), cuyo trabajo completo está disponible aquí.