Hay quién dice que los economistas de la era industrial fueron tradicionalmente muy eficaces en sus propuestas con sus conocimientos como historiadores de la economía, pero casi nulos como augures de lo que iba a suceder. Algo de esto sucede también con la economía en este mundo tan cambiante en que nos toca vivir. Uno de los parámetros esenciales que servía tanto a políticos como a inversores o empresarios para evaluar la evolución económica era el de la productividad, indicador de su eficiencia económica y también de la eficacia de sus fuerzas productivas y su sistema económico para aprovechar los recursos utilizados.

La era industrial fue una etapa casi de promesas autocumplidas para los economistas a los que les gustaba usar la clásica muletilla de “si hemos de hacer caso a los que nos indica la historia económica”, es decir, que sus augurios del futuro comportamiento de la economía se basaban, salvo excepciones, casi siempre en hechos económicos históricos con circunstancias parecidas del pasado.

Al inicio de la digitalización

Robert Solow es un economista, que fue profesor de econometría y estadística en el MIT desde 1949 y ganó el Nobel de Economía en 1987 por sus contribuciones a la teoría del crecimiento económico. Uno de sus campos de estudio fue el del impacto de la tecnología en el aumento de la productividad. Hay que decir que dicho impacto lo consideró únicamente como algo residual. Nunca como esencial.

Su época de investigador coincidió con la implantación de ordenadores y tecnologías de la información en el mundo industrial y de las empresas. Pero él dejó bastante de lado la posible importancia de lo digital en este tema. Solow consideraba que el factor clave era el progreso técnico en su conjunto ya que era el mecanismo esencial para lograr el crecimiento económico porque es el que determina los salarios reales. Solow calculó que cuatro quintas partes del crecimiento de EEUU eran atribuibles al progreso técnico. Sus análisis muestran que, en los países avanzados, la innovación tecnológica contrarresta los rendimientos decrecientes, obteniendo más producción aún con la misma cantidad de capital y trabajo.

En los años 70, había tales expectativas generadas, entre otros, por algunos de sus colegas economistas, en relación al uso de ordenadores y las tecnologías de la información, que el mundo industrial de EEUU les creyó y, con la idea de que mejorarían la productividad, realizó de forma pionera grandes inversiones en ellas.

Pero, entonces, empezó a producirse una situación extraña que no concordaba con las citadas expectativas. De 1948 a 1973, la productividad multifactorial en EEUU aumentó un 1,9 % al año en los EEUU, y la productividad laboral creció a una tasa del 2,9 %. Pero después de 1973, estas tasas de crecimiento de la productividad fueron del 1,1 bajando después hasta el 0,2 % y luego al 1,1 %. Y, más tarde, se observaron desaceleraciones similares en la mayoría de las economías industrializadas del mundo, y en casi todas las de la OCDE.

Esto hizo emerger una pregunta en muchos especialistas en economía industrial: ¿acaso la creciente inversión en ordenadores y tecnologías de la información estaba relacionada con la ralentización de la productividad? Y eso sucedía cuando todo el mundo pensaba que iba a ocurrir lo contrario, ya que esperaban que las nuevas máquinas digitales iban a ser el gran motor para mejorar la productividad.

El uso de la electrónica digital y el software no paraba de incrementarse en aquellos años, al tiempo que la productividad decrecía o no aumentaba. Así que la paradoja de la productividad dejaba atónitos a los economistas porque violaba un principio básico de cómo se supone que debe funcionar una economía de libre mercado.

Pero, por su parte, los resultados de sus estudios no hicieron en Solow sino aumentar su escepticismo. Y además ocurrió que, esta disfunción entre uso de la tecnología y el casi nulo aumento de la productividad dio lugar a un concepto asociado a su nombre: ‘la paradoja de la productividad de Solow’, que tiene que ver con un buen número de dilemas y cuestiones económicas no resueltas. También se ha asociado dicha paradoja a un ya célebre aforismo suyo que la expresa muy bien (1987): “Se puede ver la era de la informática en todas partes menos en las estadísticas de productividad”. Así, el de la productividad después de 1973 es un rompecabezas que hasta ahora ha resistido todos los intentos de solución.

La nueva paradoja en la segunda digitalización

En 2004, año en que Tim O'reilly formuló la Web 2.0 y certificó la expansión del internet social, la Ley de los retornos decrecientes estaba a la vista de todos. Es hermana de la Ley de rendimientos acelerados, que definió Ray Kurzweil en su ensayo del mismo nombre en 2001, y que usa a su vez la Ley de Moore para mostrar que ‘vivimos tiempos exponenciales’, es decir, que ya es un crecimiento de orden exponencial el acelerado progreso tecnológico actual.

Hay ejemplos tangibles de ello. Google ya domina las búsquedas (Baidu, en China); Amazon, y Alibabá o Tencent en China, el comercio electrónico a nivel mundial; YouTube, filial de Google, el mercado global de servicios de vídeo; Apple revolucionó la informática móvil; Twitter, el microblogging; y Facebook y sus extensiones (WhatsApp e Instagram), con ahora mismo más de 2.400 millones de usuarios, ha acabado dominando los medios sociales. ¿Qué tienen en común? Pues que todos ellos lo han hecho con una aceleración y crecimiento de magnitud exponencial; con el ‘efecto red’ y el internet social como cooperadores necesarios.

Pero algo también paradójico está ocurriendo ahora. A medida que crecía la hegemonía de los gigantes de la tecnología, la productividad (y la innovación) está volviendo a caer hasta niveles deprimidos. Hoy, décadas después, nos encontramos en medio de una segunda paradoja de productividad, tan misteriosa como la primera. Las nuevas tecnologías, como la informática móvil y la inteligencia artificial, están envolviéndonos globalmente a todos, pero da la impresión de que han hecho poco o nada para aumentar la productividad.

Hay más. Como señala el analista de la economía digital Greg Satell, autor de Cascadas: Cómo crear un movimiento que impulse el cambio transformador, también está emergiendo una paradoja de la productividad, pero de la tecnología digital. En realidad, la capacidad de la tecnología digital está empezando a disminuir. La Ley de Moore, paradigma de décadas de duplicación continua en la capacidad de computación de ordenadores y dispositivos digitales, se está desacelerando y da la impresión de que pronto terminará completamente. En síntesis, para Satell, esta fase de la revolución digital (que yo llamo la segunda digitalización), “está siendo una gran decepción económica”, porque “sin avances en la tecnología subyacente es difícil imaginar cómo la tecnología digital impulsará otro auge de la productividad”.

Y por si faltaba algo, explota la inteligencia artificial que hace incluso preguntarse al propio Satell, vistos sus primeros efectos: “¿Es la inteligencia artificial (en sí misma) una nueva paradoja de la productividad?”

Satell parece tan decepcionado como lo estaba Solow sobre las capacidades de lo digital para mejorar la productividad, a medio y largo plazo. Y afirma: “Si consideramos las predicciones más optimistas de empresarios ‘digitales’ como Steve Jobs, lo que está ocurriendo es terriblemente decepcionante. Si se comparan los escasos ocho años de elevada productividad que la tecnología digital produjo, en comparación con el auge de 50 años de productividad creada a raíz de la electricidad y los motores de combustión interna, queda claro que la tecnología digital, simplemente no está a la altura”.

Estas afirmaciones entran en colisión con el discurso triunfalista de evangelistas del marketing de los gigantes globales y de la industria tecnológica en su conjunto. Quizá sus beneficios y expansión exponencial no se deban sólo a eficiencia y mayor productividad, sino también, en parte, a otras razones espurias tipo ingeniera fiscal ‘creativa’ y elusión de impuestos mediante paraísos fiscales; transformación del trabajo en algo esporádico y precario, en la línea de la gig economy; además de descargar el trabajo -con nuestra anuencia-, de creación de contenidos por los usuarios; o de trucos como la recolecta, gestión y comercio opaco de los datos de los usuarios a gran escala, y usos de la tecnología a sus espaldas, etc. 

Satell se declara decepcionado con esta segunda digitalización que cree no va a ser capaz de mejorar la eficiencia y la productividad como creíamos. Y afirma: "Quizá la razón más grande por la que la revolución digital ha sido una gran decepción es que esperábamos que la tecnología hiciera el trabajo por nosotros. Si bien no cabe duda de que los ordenadores son herramientas poderosas, todavía tenemos que hacer un buen uso de ellas, y es evidente que hemos desaprovechado oportunidades en ese sentido”. Y culmina, en contra de lo proclamado por afamados tecnólogos: “La tecnología nunca es suficiente para cambiar el mundo”. Doy fe de ello.

Y culmina: “Hoy en día, no existe un esfuerzo para invertir en educación y salud para aquellos que no pueden permitírselo; para limitar efectos del cambio climático, reducir la deuda, o para hacer algo de importancia para mitigar los duros vientos contra los que nos enfrentamos. Estamos inundados de artefactos ingeniosos, pero en muchos sentidos no estamos mejor que hace 30 años”.

Comparto con Satell que esto no era inevitable y es un poco, o un mucho, consecuencia de las decisiones que en conjunto hemos tomado todos en relación con la digitalización. Bien porque hemos hecho cosas, bien porque hemos dejado que ocurrieran. Podríamos, si realmente queremos, tomar decisiones diferentes para tiempos venideros sobre el uso de la tecnología. Ha habido y hay muchas conquistas y maravillas innegables con lo digital, pero deberíamos aprender de nuestras actuales decepciones por los malos usos de lo digital que están ocurriendo, de que la tecnología sola, por sí misma, nunca es suficiente.

En realidad, como dice O'Reilly, el futuro no es algo que ocurre, sino algo que (nosotros) construimos. Así que coincido finalmente con Satell en que deberíamos tener conciencia de que podemos ser verdaderamente los dueños de nuestro destino en nuestras vidas digitales, para bien o para mal. Quiero pensar que será para bien. Y esto va mucho más allá de resolver esta nueva paradoja de la productividad en el siglo XXI.