Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión

¡Viva el estraperlo!

(29 de octubre de 1935, martes)

29 octubre, 2015 01:35

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Resumen de lo publicado. -El parlamento vuelve a reunirse para escuchar el dictamen que avala la comisión que investigará el escándalo del estraperlo. Hoy, José Antonio Primo de Rivera toma la palabra.

- Yo solo después de este trance, que resultará amargo, podré abandonar dignamente el poder, nunca antes...

Así dijo Lerroux durante la reunión improvisada a primera hora entre Chapaprieta, Gil-Robles y él, cuando le comunicaron la decisión ineludible de –si resultaba inculpado—apartar a su sobrino Aurelio del puesto de delegado del Gobierno en Telefónica. Lerroux pensaba que después del debate de cuatro horas del lunes pasado, cuando se había decidido la formación de la comisión, y visto que aceptaba que se destituyera a su sobrino, quedaba saldado el asunto. Él no se esperaba un nuevo calvario. Pero la voz se había corrido y las tribunas estaban abarrotadas: el escándalo del estraperlo había desbancando en interés incluso a la guerra italo-abisinia.

Esta vez Lerroux optó por mantenerse teatralmente serio y casi apenado, muy erguido, los quevedos puestos. Chapaprieta se sentó a su lado en silencio y Gil-Robles, con expresión de fastidio, ocupó el otro costado, sobándose la corbata. De entre los ministros, Rocha, a quien apuntaba directamente el informe, fue el último en instalarse en la parte más distante del banco azul.

El dictamen de la comisión parlamentaria se leyó en medio de un silencio sepulcral. Durante ese tiempo, Lerroux miraba al frente, cruzado de brazos y aparentemente tranquilo. Cuando le tocó el turno al alcalde de Madrid, Salazar Alonso, que venía con su mejor traje y que, estando encausado, habló con emoción en su propia defensa, fue escuchado con interés. El propio don Alejandro, pese a que nadie lo acusara frontalmente, habló para exculpar a su entorno, aunque lo hizo de manera incoherente, y se refirió sí mismo como a un anciano cansado y gastado en servicio de la República.

Nadie aplaudió su intervención y de vuelta en su asiento se quedó con la mirada perdida, una pose de hombre entregado que hubiera resultado creíble de no ser porque a un impulsivo joven de su partido se le ocurrió pedir la venia de la presidencia. Casi de inmediato, Lerroux se volvió para fulminarlo con la mirada.

- Haga usted el favor de sentarse –masculló, golpeando el respaldo del banco azul.

Entonces pidió la palabra Primo de Rivera. José Antonio era un diputado peculiar. Era notorio que de no ser por su padre no estaría en política. Era su obsesión. Todo lo que hacía se encaminaba a reivindicar la figura del dictador. No había otro ejemplo tan extremo en la vida política de ese amor filial suyo por el ya fallecido don Miguel. Incluso su odio al sistema liberal, a la democracia parlamentaria, podía ser leído en esta clave. Y eso se concretaba en los discursos virulentos que pronunciaba cuando se reunía su Falange, partido que aspiraba a acabar con los partidos y que era la primera agrupación de corte fascista española.

Quienes más lo aborrecían eran los chíbiris, los jóvenes socialistas con quienes luego José Antonio se topaba por las calles en confrontaciones en las que se preciaba de participar personalmente. Se decía que, habiendo sido tiroteado una noche, saltó del coche para perseguir al agresor y tras proporcionarle una buena tunda apareció, sonriente y con la camisa ensangrentada, en el Bakanik, un bar de cócteles donde lo esperaban sus amigos falangistas.

Su discurso fue breve, intenso, y terminó con una frase que provocó una tormenta en la Cámara.

- Aquí hay ni más ni menos que un caso de descalificación general de un partido político –sus maneras suaves desaparecían cuando se subía al estrado y su cabello parecía más negro y sedoso que nunca -: la descalificación del Partido Radical—Y clavó su mirada en ellos.

En su respuesta, Gil-Robles reiteró que la denuncia en nada concernía a la conducta personal de don Alejandro Lerroux, y recordó que el Gobierno había actuado con total eficacia, transmitiéndola de inmediato a los tribunales competentes. 

- En definitiva todo esto es un complot. Un burdo intento de las izquierdas para dividir la coalición de las derechas, señorías.

Volvían de nuevo todos a increparse en la Cámara. Lerroux se mantenía hierático, ajeno a la refriega, y pronto se pasó a una votación secreta a base de bolas en la que todos fueron bajando a votar a favor o en contra de la inculpación. Cuando le tocó el turno a Calvo Sotelo, antes de depositar su pelotita, alzó la mano, mostrando la bola blanca entre los dedos. Y al cabo, cuando se supo de la exculpación total de Salazar Alonso (el único inculpado que se libró), se oyó una voz penetrante que exclamaba:

- ¡Viva el estraperlo!

Era José Antonio Primo de Rivera, que los miraba a todos, desde su escaño, con una sonrisa burlona en los labios.

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