Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión Vísperas del 36

Jardiel Poncela

(28 de noviembre de 1935, jueves)

28 noviembre, 2015 12:14

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El ambiente de los cafés mudaba a lo largo del año. Al ambiente callejero y abierto del verano y del arranque del otoño le sucedía esa atmósfera invernal y cerrada que los convertía en el mejor refugio contra las lluvias. En muchas mesas se empezaba a discutir la hipotética reforma electoral. Pero ni el ruido de las conversaciones ni la escasa calefacción afectaban al hombre bajito y cabezón que escribía tozudamente en su esquina.

-Enrique, han venido a verte…

-Un momentito, hágame el favor.

La mayoría bajaba a los cafés para relajarse y para pasar el rato en las tertulias. En cambio Jardiel Poncela escribía en ellos. Llevaba toda la vida haciéndolo. Desde que, con dieciocho años, empezara a colaborar en periódicos y revistas humorísticas. Ya entonces era habitual del café Universal, igual que luego lo fue del Pombo, el Europeo, la Granja el Henar, el Castilla, las Salesas para terminar en el Gijón, el más cercano a su casa. En todos había ido escribiendo sus obras, entre cafés y gin tonics, humo y legañas.

Y no le iba mal. A sus treinta y cuatro años recién cumplidos tenía una obra considerable, en que las chispeantes novelas de humor alternaban con el teatro. En un principio pareció que se inclinaba por las tablas, con el éxito, entre otros, de Usted tiene ojos de mujer fatal. Pero el fracaso estrepitoso de El cadáver del señor García le hizo volver otra vez los ojos a la novela, donde seguía teniendo un éxito importante. No obstante, para el nivel de popularidad al que aspiraba, Jardiel se daba cuenta de que con la novela no llegaba, entre otras cosas por lo trabajosa que resultaba, y hacía ya un tiempo que se concentraba exclusivamente en la escritura dramática.

En el teatro había estrenado a principios de año Un adulterio decente y estaba ya entregada y a punto de presentarse, en diciembre, Cinco advertencias de Satán, además de su última creación, Morirse es un error, comprometida para principios del año siguiente. Su otra afición era el cine. Había estado en Hollywood a principios de la década, rodando la adaptación de Angelina o el honor de un brigadier, y a su vuelta, además de supervisar las adaptaciones teatrales de sus obras y de visitar los estudios Billancourt, todavía sacó tiempo para escribirle el guion de Se ha fugado un preso, a Benito Perojo. Huelga decir que este hiperactivo se pasaba la mayor parte de las horas escribiendo. Y quienes lo sabían, lo respetaban y procuraban, si se cruzaban con él, saludar de pasada, o esperar a que terminase. Pero el hombre que se había plantado ahora mismo a su vera, de pie, con el gabán mojado, estaba siendo muy pesado. Era José Ruiz-Castillo, el exitoso editor de Biblioteca Nueva.

-Maldita sea, don Enrique, que le vengo a ver. He pasado por Pombo, por el Lyon, por la Granja el Henar y por la mitad de las tertulias de Madrid preguntando por usted. Todo el mundo tenía la impresión de haberle visto recientemente, pero nadie sabía dónde estaba. Nuestro común amigo Ramón dice que es usted ubicuo.

-Ya está. Perdone, es la última corrección en esta escena, ahora estoy con usted… -Jardiel Poncela aprovechó para recortar con unas tijeras una tira de papel que encajaba perfectamente con los párrafos tachados, la pegó sobre ellos con una pequeña barra de cola y escribió por encima las nuevas frases -. Es la obra del año que viene… En fin. ¿Qué quiere, mi querido Ruiz-Castillo?

-Pues qué voy a querer, don Enrique. Una novela suya. Publicamos ¡Espérame en Siberia, vida mía! hace unos años, y nos fue estupendamente. Y los demás títulos no han ido mal. ¿Por qué demonios no ha vuelto a escribir novela? ¿Por qué no vuelve a publicar con nosotros? ¿No le gustaron las ediciones?, ¿tiene alguna queja?

-Ninguna.

-Entonces, ¿cuál es el problema?

-Que la novela no da, don José. Por lo menos no tanto como el teatro. Y que yo necesito vivir. Ya rompí con mi Josefina, acuérdese, porque no soportaba las incertidumbres y las estrecheces económicas. Y ahora que estoy emparejado de nuevo no quiero que me vuelva a ocurrir, entiéndalo.

-Tratándose de amor, ya escribió usted que ni los atacados pueden resistir el amor ni las demás personas pueden resistir a los atacados. Era uno de las fragmentos más brillantes de Siberia…

-"Un hombre que se enamora es siempre un imbécil elevado al cubo. Cuando se trata de un individuo genial, ese individuo escribe la Divina Comedia y le amarga la vida para siempre a la Humanidad. Por el contrario, cuando se trata de un hombre vulgar, ese hombre hace oposiciones a Hacienda, se casa en la parroquia y se amarga la vida a sí mismo"…

-Se olvida de que fui yo quien se la publicó, don Enrique. No hace falta que se cite. Yo sé perfectamente de lo que usted es capaz y lo mucho que vale como escritor. Por eso estoy aquí. Alguien con una cabeza como la suya no podía sino producir grandes ideas y grandes obras.

-Pues entonces siéntese un momento, ande, que me agobia. Y tráigale aquí algo a mi editor –indicó al camarero -. ¿Qué quiere?

-Ya que estamos, una cerveza. No, mejor, que estoy empapado: póngame una manzanilla.

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