Este miércoles, día contra la violencia de género, hablé con mi amiga S. Hace doce años que vive en Dinamarca. Allí se ha encontrado un país ejemplar, donde no existe brecha salarial entre hombres y mujeres y éstas comparten con sus parejas el cuidado de los hijos en un porcentaje que envidiaría cualquier española.

Mi amiga S. disfrutó de un año entero de baja maternal por cada uno de sus tres hijos, y al regresar a su puesto de directora de un departamento en la Universidad no vio reducidos ninguno de los derechos laborales que antes tenía. El horario de trabajo de S. y su marido está armonizado con el de sus niños en el colegio, de modo que pueden organizarse para dejarlos en la escuela y recogerlos cuando acaban.

Los niños de S. (dos chicos y una chica) juegan con los mismos juguetes, y el marido de S. lleva con naturalidad que ella gane más que él y tenga un trabajo mucho mejor, porque es danés y la sociedad danesa es puntera en cuestiones de igualdad de género. Cuando mi amiga S. me cuenta esas cosas, siento una punzada de envidia.

En un momento de la conversación con S. se me ocurrió preguntarle por las cifras de violencia contra las mujeres en su país adoptivo. "Son altísimas", reconoció, y me dio un dato espeluznante: en 2014 murieron allí 19 mujeres a manos de sus parejas o exparejas.

Dinamarca tiene 5.617.000 habitantes, así que haciendo una sencilla regla de tres es como si en España hubiesen asesinado a más de 150. La cifra me provocó un escalofrío, porque me lanzó a la cara una verdad incuestionable: no basta luchar contra el machismo para acabar con la violencia de género, pues esta también existe en grado sumo en países supuestamente más civilizados que el nuestro, donde la mujer no recibe piropos groseros, ni sueldos menores que los de los hombres, ni se le pregunta por sus planes de maternidad en las entrevistas de trabajo, ni lleva el peso de la conciliación en la familia, ni tiene que aparcar su carrera si quiere tener hijos.

Me cuesta escribir esto, pero esas 19 muertas de Dinamarca son prueba de una verdad que espanta: cuando el machismo se acaba, la violencia contra las mujeres sigue, lo que hace de este un drama aún más lacerante. Esta es una lacra cuya dimensión aún no comprendemos del todo, que salta muchos límites y se escapa a los análisis que hemos hecho. El trabajo que nos queda trasciende a su dimensión nacional. Este pacto no tiene fronteras. Cuanto antes lo entendamos, mejor para todos.