El sábado amaneció Sevilla conmocionada después de larestauración que el maestro Arquillo y su hijo hicieron de la Esperanza Macarena. Mi amigo Marcelino Abenza me previno en el Facebook con la foto del antes y el después de los trabajos, sentenciando certeramente que era parecido a cuando pides algo al AliExpress y luego te lo llevan a casa.

Tras el revuelo suscitado, los responsables de la hermandad requirieron a los autores para que arreglaran el desaguisado, a lo que ambos accedieron retirándole las pestañas postizas que colocaron a la Virgen. Pero hay algo que inquieta a la España cofrade, si alguien se atreve por las buenas a tocar la imagen más venerada del orbe católico.

Uno, que es trianero, lo contempla con cierto escepticismo. Triana es Triana y una manera distinta de mirar el mundo, al otro lado del río, de soslayo, con una copla en la boca. Pero llevan razón los macarenos cuando ponen el grito en el cielo después de la perpetración restaurada. Si ya ni la Macarena aguanta, qué nos quedará en España.

Desde luego, dejaron salir a Queipo de Llano de su vientre cuando, si no es por el general, la basílica y la talla del XVII habrían ardido por los cuatro costados. Que le den café, pensaría el hermano mayor.

Memorias histéricas aparte, las pestañas de la Macarena demuestran que nada es inmutable ni predeterminado en esta España de fin de ciclo. Si Sánchez las hubiera descubierto antes –las pestañas, digo–, se las hubiese colocado en la comparecencia impostada del maquillaje con que salió a pedir perdón por Cerdán.

Perdona a tu pueblo, Señor, y a tu secretario general por las tres manos de pintura y brea que lleva. Las pestañas de la Macarena descubren que el revés de las cosas está más cerca de lo que pensamos, como un corrupto presidiendo un gobierno, un fiscal mandando mensajitos o una prostituta de alto Estado.

Si las conversaciones de Ábalos con Sánchez están en el tanga de Anaís, es que Mariano Ozores fue un adelantado a su tiempo y merece un homenaje nacional. Después de siete años, uno se pregunta cómo Sánchez no eligió a Letizia Hilton y El Niño Polla como manos derecha e izquierda de su Gobierno. Este último es paisano de Ciudad Real y saluda muy amablemente a sus seguidores cuando lo reconocen. Pero le faltó vista a nuestro camarlengo, porque el Papa está muerto y aún no lo sabe.

Las pestañas de la Macarena, en fin, demuestran que nada es inmutable y que el destino final se lo buscan los pueblos y los individuos como pueden. Igual que los toros, el sentimiento cofrade es signo de una España en el tiempo que no se deja engañar por las apariencias. Quizá por eso a Sánchez le gritan de todo en los ruedos, que es el último parlamento de la libertad y la democracia. Las pestañas de la Macarena, no obstante, son la esperanza de que todo tiene remedio y solución, si se le aplica agilidad y premura.

Su carita morena alumbra generaciones de creyentes que no compran restauraciones de medio saldo. A Sánchez le vamos a poner pestañas cuando termine arrumbado en el Museo de Cera.